La Provincia - Diario de Las Palmas

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El tam-tam africano y los ‘chimilicocos’

Recuerdo que, en esa época, yo solía anotar mis impresiones en un cuaderno, y escribí esto, que jamás he revelado:

«En la isla los días eran largos y tediosos. Manolo Padorno y yo esperábamos ansiosos el atardecer hasta el amanecer en la Avenida de Las Canteras, hasta que ocurriera el milagro; atravesar los espejos de Cocteau para soñar el noble disparate que nos hiciera entender en dónde estábamos».

Eso apunta Martín Chirino en La memoria esculpida (Galaxia Gutenberg), su biografía dialogada, fruto de los tres años de conversaciones que mantuvimos, desde 2015, entre su casa de Las Palmas, en el Parque de San Telmo, y su casa madrileña de Morata de Tajuña.

«Había mucha desolación e incertidumbre. A veces, nos poníamos [con Manuel Padorno] a improvisar frases e intercambiar ocurrencias sentados sobre la contraventana de mi casa… Recuerdo que una tarde yo dibujé una lámina, titulada La noche de Cocteau, en homenaje al escritor francés, que nos fascinaba a ambos, y él la ilustró con poéticos remedos del autor de Opium. Todo aquello reflejaba nuestro deseo de huir...».

Estamos en algún momento entre 1953 y 1955, mientras dura la estancia del escultor en la casa familiar de Las Palmas, cuando acaba de licenciarse en Bellas Artes, en Madrid. En ese último año, Manuel Padorno publica su primer poemario, Oí crecer a las palomas, con portada de Manolo Millares, y en edición financiada por Chirino, gracias a que Néstor Álamo le ha comprado un cuadro suyo, para el Cabildo, titulado Paisaje castellano, y que Chirino había realizado en la Sierra de Madrid, como un trabajo de su licenciatura.

«También recuerdo que Manolo Millares y yo nos mirábamos de un aire, completamente perplejos de que él tuviera que hacer acuarelas a destajo y yo belenes u otras esculturas fungibles, como pura supervivencia... El detonante para pensar en una nueva salida era el soporífero ambiente artístico y cultural, es decir, inexistente, y, además, tras el retorno a la casa familiar, después de varios años afuera, la relación con mi padre, que no comprendía en absoluto mi vocación, se hizo muy difícil…», rememora Chirino aquel ambiente de opresión fundacional que precedió a la marcha a Madrid de los tres amigos, junto a Elvireta Escobio y Alejandro Reino, en septiembre del mismo año.

Sin embargo, para su formación y desarrollo artísticos, esa etapa primigenia resultó determinante. Es cuando Chirino comienza la ejecución de su singular serie las Reinas Negras, un título ideado por Manuel Padorno, quien, a su vez, lo emplea en versos de aquel poemario. Su fijación por la proximidad del continente crecerá en paralelo a su devoción por el mundo aborigen canario, sin el olvido de que aquél es el más concreto ascendente de éste.

Chirino rehusaba catalogar este serie (que está, sin duda, en el germen de sus futuros Afrocanes, iniciados en los años setentas) como figurativa. En materia de volúmenes escultóricos, lo que distingue una figura de una abstracción es una mera cuestión de fuelle en la mirada; de grados en la cantidad de «naturaleza trascendida», explicó en uno de nuestros últimos encuentros, en su casa madrileña, en 2018, meses antes de su muerte. También rememoraba cómo los tres amigos, para huir del sopor cotidiano, solían frecuentar el Mercado del Puerto para adquirir figuras de arte africano, que, provistos de una notable colección, ellos mismos bautizaron como «chimilicocos».

Y destacaba cómo dos viajes resultarían decisivos para el tam-tam africano del escultor. Una larga estancia, de estudiante, en Villacisneros, la antigua colonia española, donde vivían algunos familiares, y a donde llegaría en uno de los barcos pesqueros de la flota que poseía su padre, y, sobre todo, un reciente y deslumbrador viaje a París.

«Me fascinó el primitivismo y el culto a las máscaras y objetos africanos que practicaban allí los más importantes artistas de vanguardia», explicaba. «Estos llamaban a África el ‘continente de la esperanza’; y yo me decía: ‘¡Pero si nosotros lo tenemos a un tiro de piedra!’, y nada más pisar de nuevo las Islas, me puse manos a la obra, a rendirle pleitesía a sus Reinas…».

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