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Antonio Perdomo Betancor

Objetos mentales

Antonio Perdomo Betancor

La felicidad tonta de Celáa

A la exministra de Educación, la señora Celáa, la echaron del gobierno de España, pero nos deja los efectos de la felicidad tontuela de su ley de educación. La suya es una propuesta de felicidad naif, que regala los aprobados como expresión fáctica documental de sus altas metas de excelencia. Lo que existe ya no es un aprobado real sino un placebo terapéutico, que no soluciona nada. Con ello parece subrayar que el alumnado está más enfermo que sano y que en lugar de ir a la escuela va a la consulta del psicólogo. Ya digo, el aprobado por el probado, por ley, procura una felicidad ingenua, falaz. Pero, lo peor es que la redactaron con la razón de la modernez, en la que concurren la prisa, el gusto por gustar, la moda, la desinformación y la pincelada de ahora queda guay. Con estos fundamentos, la educación sigue dando tumbos aquí y allá, esta manera de ver las cosas en España que impide, de una vez, que haya una ley de educación como hacen los países que saben de la importancia de la educación.

Pero, uno puede pensar que esta irresponsabilidad supone un riesgo moral en el sentido de que el que la practica asume que otras personas soporten las consecuencias de sus actos irresponsables. En todo sistema educativo el aprendizaje y la felicidad deben darse la mano, pero no mediante la felicidad almibarada de la ley Celáa. La felicidad no solo debe ser el objetivo de la educación y de la enseñanza, sino, por supuesto, de la vida de las personas. La cosa se complica cuando nos preguntamos qué significa ser felices, y sí, tenemos una idea intuitiva que nos ronda la cabeza. Pero al concretar esa realidad imaginada de la felicidad las cosas comienzan a complicarse acerca de qué elementos constituyen la felicidad.

Primero debemos considerar si lo que una persona cree por felicidad se corresponde precisamente con la felicidad. Es obvio que, para unos, la felicidad sea la obediencia a los principios y las normas que nos alejan del mal. De lo que resulta malo. En principio, este objetivo parece aceptable. Saber distinguir aquello que es bueno de lo que no lo es, ya de por sí constituye un buen punto de partida.

Esta distinción entre lo bueno y lo malo nos demanda por los procedimientos, por los mecanismos que nos procura este conocimiento (casi toda la conducta humana proviene del aprendizaje). El saber acumulado por la experiencia procede en parte, o casi todo, de una disciplina, o de las diferentes disciplinas que nos conducen a esa claridad, esto es, a discernir con buen criterio entre el bien y el mal. Los componentes de la palabra disciplina son dos formas léxicas que significan, aprender y capturar. Aprender a capturar el conocimiento podríamos decir que es esencialmente el significado de esta palabra. Y que en el presente histórico desprende un sesgo popular peyorativo como consecuencia de la corrupción ideológica. Cada disciplina aporta, sin duda, algún tipo de conocimiento que ingenia la capacidad para juzgar acerca de lo que están bien y de lo que está mal.

El conocimiento nos ayuda a comprender, a elegir entre dos males el mal menor, que dicho sea de paso es un modo de elegir el bien posible. El mal menor es un bien respecto a un mal mayor. Así que cuando un profesor de botánica conduce a su alumno a distinguir entre setas comestibles y aquellas dañinas para la salud, a saber, lo protege de actuar equivocadamente en el mundo de la vida. Y consecuentemente lo sitúa en una posición privilegiada en la que evita el daño propio y el ajeno. De seguido, podemos imaginar que la legislación educativa que degrada el conocimiento o lo omite traslada dicha degradación moral a la sociedad. Y en ese aspecto la ley Celáa casi viste desnuda.

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