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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

El libro de amor por Carmen Laforet

Es posible que este libro de amor por Carmen Laforet sólo pudiera haber sido escrito por un hijo o por una hija de la autora de Nada. Se titula precisamente El libro de Carmen Laforet (Destino, 2021) y lo ha escrito su hijo Agustín Cerezales Laforet como homenaje a su madre en el centenario de su nacimiento. El libro es como una playa feliz y la Librería Alberti, donde fue bautizado este jueves en Madrid, era también una playa feliz a la que acudió, a presentarlo, Elvira Lindo, gran lectora de la escritora nacida cerca de la playa de Las Canteras, en Gran Canaria. Había un público lleno de fervor literario en el que figuraba, en primera fila, Cristina Cerezales Laforet, escritora como la madre y como el hermano y como el padre, aquel inolvidable, educadísimo, culto Manuel Cerezales al que tuve la alegría de tratar cuando yo trabajaba en la editorial Alfaguara y él me hacía el favor de enseñarme a buscar nuevos libros con generosidad y respeto.

El libro es una playa en la que hay juguetes, niños, sol abierto, y nubes que pasan volando o se quedan, como sucede en esa extensión fabulosa de arena en la que vivió sus primeros años esta mujer enamorada de los libros y de esos arenales. A lo largo de todo este canto general a su madre, Agustín ha ido encontrando recortes de periódicos, textos que permanecían guardados en cajones, sugerencias sobre la vida y sobre el recuerdo de la vida que su madre fue sumando como quien colecciona pasado para que éste jamás deje de ser presente. En esa minuciosa búsqueda hubo muchas sorpresas, pues su madre guardó memoria de todo lo que hizo o escribió o se dijo a sí misma, y entre esos trozos de vida abundante y asombrada que fue desde que era niña la existencia de Carmen Laforet, halló cartas desconocidas, fotografías que hacen del libro una sucesión de imágenes que van mostrando a una mujer a la que el destino fijó como si hubiera sido una persona triste o huidiza cuando lo cierto es que, con sus hijos, en su casa, a la que tanto quiso, era un cascabel de risa e historias que no cesó de contar a sus hijos y a quienes tocaron a su puerta.

No cesó de escribir, e incluso cuando sufrió una enfermedad neurológica, que el hijo cuenta minuciosamente para despejar otros diagnósticos inventados, urgió a su memoria para que le siguiera explicando sucesos que ella no quiso olvidar. Es también una memoria de la literatura de la época, de su decisiva relación con Elena Fortún o de su amor sin cesar por don Benito Pérez Galdós, del que no fue contemporánea, pero al que quería con la pasión de quien hubiera compartido con él breviarios o risas. Y era una mujer risueña, y lo es desde la portada de este libro misceláneo. Aparece ella entre plantas verdes, sobre un suelo verde, su camisa abierta, su chaqueta blanca, su mano soportando su cabeza alegre, sonriendo con sus ojos brillantes y fijos en el retratista, pero también en un paisaje que seguramente estaría también en su corazón o en su memoria.

Es un libro de amor. Y es un milagro. Todas las páginas, las escritas por su hijo para ir explicando la escritura o la vida de su madre, o las de ésta, sacadas de textos conocidos o desconocidos, de ráfagas que encontraron en la casa vieja o que ella fue dispersando por las de sus amigos o corresponsales, tienen el valor de revivir ahora juntas. La escritura, cuando ésta ha sido vital y permanece así, tiene el valor de reproducir atmósferas y gestos, y hasta risas, y esa colección es una enciclopedia en la que quien aún no conozca el rostro y el alma de esta mujer hallará las razones que tuvieron reticentes poetas como Juan Ramón Jiménez para rendirse a la evidencia de su pasión y de su talento.

Y es un libro como una playa. La suya fue, en Gran Canaria, la playa de la Laja, a la que dedica homenajes de dolor por su desaparición, aunque advierte que jamás esa playa en la que una roca chica le hacía de caballito desaparecerá de su colección de recuerdos canarios. Esas páginas dedicadas a su infancia mezclan tales memorias con el rescate del pasado que no conoció y también de sus abuelos o de sus padres, en Gran Canaria o fuera de allí, y en todas esas excursiones se advierte el arte de quien luego sería la escritora que fue. Están sus hermanos, sus «locos parientes», los amigos de la calle y de la playa, su abuela, el abuelo pintor al que, a los dos años, ella le dedica el dibujo de un gallo que parece uno de esos gestos rabiosamente literarios o surrealistas que luego salen al encuentro en su literatura ya adulta.

Es un libro de asombros, en el que la acompañan seres que ella no conoció, como Neruda o Faulkner, a los que saluda o discute, que le ayudan a buscar en las dos vertientes de su pasión literaria, la narración y la poesía, que, juntas, conforman la densidad y la ligereza del talento que subraya, sin reticencias, Juan Ramón Jiménez. Las fotografías son el otro milagro del libro. ¿Cómo las guardó, cómo las guardaron, con qué amor estos Laforet Cerezales fueron coleccionando una a una esas imágenes de compañía y risa, y sueños, que fue la vida de la madre?

La fotografía era, en aquellas vidas previas a la digitalización general de la existencia, el efecto de un deseo de mantener para siempre la sombra de la memoria. Ahora la fotografía es la narración de un instante que se disuelve en cuanto disparas y luego miras el resultado de lo que acaba de ocurrir. Esas fotografías del libro de amor por Carmen están hechas para que no pase el tiempo, para que ahora, en el centenario de esta mujer y de su literatura, se vea junto a sus letras, sus cuentos, sus novelas y sus cartas, cómo era con los hijos, con los amigos, en la casa, con los gallos y con los gatos. Para que se la vea feliz con otros, y ensimismada, rememorando Las Canteras o La Laja, viva y presente, como en sus libros y como en la memoria ahora divulgada de sus hijos. Agustín ha recopilado un milagro familiar rindiendo amor a su madre, y este es un libro para regalar todos los días igual que todos los días quisieras ir a la playa que ella contó.

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