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Juan Cruz Ruiz

Notas de un espectador

Juan Cruz Ruiz

Aquel hombre mirando el fuego que incendió Lisboa

Debía ser el mediodía del 25 de agosto de 1988 en Lisboa, o la media tarde, en todo caso aquel hombre estaba contando por teléfono a un periodista que lo llamaba desde Madrid cómo se estaba quemando la ciudad en la que vivía. Se quemaba Lisboa por donde más dolía, el Chiado, a sus pies, sobre la geografía de Pessoa. Sobre su geografía natural, herida, había lenguas de fuego cuyos efectos él le iba diciendo al periodista como si narrara una novela cuyo horror pasaba en ese instante. Su voz era pausada, un trávelin que iba de un sitio a otro de la calle y se detenía sólo cuando el periodista le pedía detalles, como si el propio narrador estuviera contando lo que él mismo tuviera escrito.

Pero aquello que parecía escrito, dicho por una voz de sangre, de humo, de fuego y de tinta, estaba pasando en tiempo real, y el periodista, era yo, un periodista de El País, España, llamando a un escritor, José Saramago, al que imaginaba detrás de una ventana de cristales opacos, que vivía el incendio de Lisboa como si se le estuviera quemando una de las raíces de su memoria, pues él nació en Azinaga, pero esta ciudad, la capital de Portugal, su país, la que, en 1975, vivió la magnífica revolución de los claveles, era ahora la capital de aquel suceso de la vida política de la península ibérica y estaba llorando lágrimas de fuego, y él poeta lo iba contando. Yo transcribía, era el amanuense del dolor de José Saramago. No me puedo olvidar de aquella mirada, que entonces yo no vi.

Pasaron los años y conocí a Saramago en persona, me parece que fue en el Instituto de Cultura Hispánica, y con Ernesto Sábato. Probablemente no es así, lo conocería en cualquier parte, pero ya lo vi después con Pilar del Río, que sería su mujer para siempre, en un avión de Iberia. Me contaba entonces que quería publicar un libro de cuentos, Objeto quase, en el que había un retrato sutil, espectacular, sobre la silla del dictador Oliveira Salazar, que se iba destruyendo por las patas, una metáfora de aquel régimen que duró más que el de Franco y cuyos claveles rojos llegaron a España el 25 de abril de 1974 como una esperanza que también hicimos nuestra. En ese momento yo era un editor atolondrado, pero me pareció que era imprescindible cumplir aquel deseo natural de un escritor, ver cómo sale su libro de las planchas. Le pedí al pintor Pepe Hernández, malagueño de Tánger, que hiciera una portada que salió como parte de los propios cuentos, como si él prolongara su escritura, y ya para siempre la firma para la que yo trabajaba entonces, Alfaguara, sería la editorial que también celebró con él el premio Nobel diez años después de que me contara, como si estuviera escribiendo con la mirada, el fuego que incendió el Chiado.

Después de Objeto quase surgieron otros libros que él ya había publicado en portugués, como Viaje a Portugal, y después, por ejemplo, amaneció su Ensayo sobre la ceguera, la mejor descripción de la maldad ruin que se haya publicado en la Península Ibérica y más allá. En uno de los periodos de su pronta fama española José Saramago me concedió una entrevista en su casa de Lanzarote.

A Casa. La hicieron él y Pilar casi con sus manos, y es ahora protagonista principal de un libro formidable de Pilar del Río, La intuición de la isla (itineraria), y allí, ante el Monumento a Unamuno que se ve en Fuerteventura, fue cuando vi de nuevo mirar al infinito a Saramago, sus ojos volando entre navajas. Algunos años antes el Gobierno de su país le había impedido acceder, con su novela El Evangelio según Jesucristo, a un premio europeo, con el pretexto, entre otros igualmente ladinos, de que estaba mal escrita…

Aquella decepción producida por la inquina ultra le dejó tal decepción que esa fue la raíz del exilio radical que los llevaron a Pilar y a él a esta vivienda de Lanzarote que ahora es un museo y que durante años fue la vivienda de los dos, donde el novelista escribió la mitad de sus libros y donde la gente lo siente como parte del paisaje humano y de una memoria que ya es lanzaroteña. Ayer y antier, la Fundación César Manrique, donde se presentó José Saramago. El pájaro que pía posado en el horizonte, el espléndido recorrido que hace Fernando Gómez Aguilera por toda (toda) la obra de Saramago, y la Fundación Saramago, esta Casa que describe Pilar en La intuición de la isla, fueron una hermandad singular, la de dos hombres que de modos diferentes dispusieron para la isla miradas distintas que ahora coinciden en la profundidad que Manrique intuyó como una pintura y que Saramago ha convertido en la mirada de un literato.

En esa Casa, les iba diciendo, le pregunté años atrás, cuando ya la fama de su escritura no se restringía a quienes lo amábamos en la Península Ibérica, si a él aún le quedaba rescoldo de aquella herida que la política de su país le hizo sufrir años antes. Miró como si estuviera viendo los restos de un incendio, y esta vez sí vi sus ojos brillantes, marcados por un recuerdo que no quería tener, y me dijo, ante aquella visión blanca que constituía el monumento a Unamuno:

--Pero nunca me podrán quitar el aire de Lanzarote.

Ahora el aire de Lanzarote celebra su centenario con esos dos libros y con un entrañamiento que ya lo hizo de aquí, eso se ve, como si la tierra que pisó fuera también lo que dejaron las huellas de sus pies sobre la lava. Pasaron los años, la felicidad también halló el abismo de la enfermedad, que tuvo fases de resplandores que parecían esperanzas, hasta que una noche, previa a la de su muerte, el 17 de junio de 2010, él acabó su presencia en la mesa de la cocina que concentra como una capital el mundo de A Casa en Tías, y dijo, mirándonos a todos los que allí estábamos, Até a manha.

Al día siguiente aquella sería la señal de su última despedida.

El aire de aquella noche seguía estando ayer en Tías. El aire de Saramago mirando.

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