La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Vivir, leer, volver, la alegría de estar con otros

Desde que me fui por primera vez de mi casa y luego de la isla me he ido también de todas partes, de Madrid, de España, y siempre he vuelto, de un modo u otro, a todos los sitios donde dejé alegría, vida, melancolía. En todas partes escribí algo, pues ese es mi oficio, el de escribir, de todos los sitios saqué una noticia o un verso o una línea de recordatorio, y en cualquier sitio de los que fueron partes de mi memoria o de mi vida intenté dejar amistad o cariño.

El primer viaje que hice, siendo adolescente y estudiante, fue a Las Palmas de Gran Canaria. Fui en barco, con mis compañeros del Instituto Cabrera Pinto de La Laguna, donde estudió Galdós y donde viví descubrimientos que jamás olvido, a ninguna hora, aunque, como es lógico, no todos esos descubrimientos fueron felices. El que más persiste es el del amor, pues cuando aparece y quema por primera vez ya para siempre es una huella, un dolor y una alegría. Del viaje mismo recuerdo el olor del mar, las olas subiendo por las paredes del correíllo, pero también la agresión lenta de un pederasta que trató de seducirme antes de que me subiera al barco, junto al bar de los berberechos. Tuve miedo luego, porque mientras duró el acoso yo sentía que aquella era una conversación de un hombre que quiere saber de dónde vengo y a dónde voy.

Las Palmas fue un descubrimiento mayor de mi vida. El olor, el bullicio de sus calles, esa madrugada soñolienta y ya tan despierta de la playa de Las Canteras, ese lujo húmedo del mar hablando. Nos llevaron a Tafira, donde teníamos alojamiento, y allí descubrí el que ya para mí fue el mejor aire de las Islas, una especie de remanso del asmático que siempre he sido. Todo conspiraba para que fuéramos felices, y lo fuimos; me dio ese viaje oportunidad de conocer (ya estaba marcado por el periodismo) la redacción de un periódico, Diario de Las Palmas, a cuya puerta toqué como un entrometido. Hasta ahora me sigue gustando entrar en las redacciones, como si ahí hubiera, latiendo, almas de desconocidos que sin embargo contaron el mundo, el arte, las ciudades o sus sucesos, y estuvieran aún pululando, desmañados, entre las miasmas de lo que ya se ha roto.

De todo aquel trayecto, la playa y el aire me fascinaron, y ahora que he vuelto, y tantas veces he vuelto, para hablar de qué es leer, de qué te cura, en el Congreso de los Bibliotecarios, en el hermoso marco del Auditorio Alfredo Kraus, volví a transitar por aquellas calles, Ripoche, Morote, Kant, que fueron además, en los años de Gas y de Utopía, escenarios de nuestras andanzas y golferías, y volví a sentir Las Palmas como la ciudad despierta y en la calle, en la que golfos y buenas personas están dispuestos a orientarte o a desorientarte como si tú fueras de allí, de ese sitio, y de toda la vida.

Pasó en aquel entonces adolescente y pasó otra vez, de noche y de día, la playa sonando atrás, los camareros tratándote como si hubieras estado ayer, los transeúntes saludándote como si fueras de al lado, y aquellos que ya salen a la calle buscando palique haciéndose los encontradizos para no sentirse solos.

Amé Las Palmas entonces, cuando descubrí el aire de Tafira, y amo Las Palmas siempre que vuelvo, y no entiendo, la verdad, cómo pudo ser que durante tantos años desavisados crueles, capaces de matar el aire de la amistad, en uno y otro lado han perdido tanto tiempo desamándose, haciendo como desconocidos, los de Tenerife que están al lado y los grancanarios que están a la misma distancia, lanzándose puyas como si la vida durara lo que un chiste.

Cuando retomé el avión y me vine esta vez a la isla en la que nací me senté para superar el leve trago de mar que nos separa en lo que hubiera sido, y lo que pudiera ser, una hermandad mayor de iniciativas, culturales, educativas, entre ambos peñascos, en uno de los cuales, ay, no hace mucho, aún se manifestaba gente adiestrada para hacerlo contra la universidad que se proyectaba en el otro lado.

Y el avión me depositó en La Laguna, donde tanto quiero, que diría el poeta. Mi destino esta vez era Arona, a escuchar hablar de arte y de poesía a dos grandes artistas que admiro, José Luis Fajardo, pintor, y a Cecilia Domínguez Luis, poeta. Al primero lo conocí cuando yo era un periodista adolescente y entré en una galería de arte en la que él exponía con otro pintor, un nórdico que se llamaba Christian. Fajardo no estaba, yo hice mi crónica (para EL DÍA, donde empecé a trabajar) basándome en un papel misterioso que en realidad era una lista de la compra. Qué salió de allí solo lo saben las hemerotecas, pero en mi cabeza ya hay un torbellino de la vida que he vivido junto a él, junto a Piluca, su mujer desde entonces, y de su hijo Luis, que tenía la misma edad que mi propia hija Eva. Lo he visto en las grandes ocasiones de nuestras vidas, y también en aquellas que son recuerdos que ya no se pueden borrar, y siempre lo he visto inteligente y agudo, con una memoria imbatible, con un poder extraordinario para hallar en los ojos de aquellos a los que pinta la mirada que él jamás olvida.

Cecilia no sabía que yo la conocía de tan antiguo, pero lo cierto es que ella estaba allí, en el entierro de su padre, en La Orotava, cuando ella era una niña y yo era estudiante de Bachillerato en Los Salesianos y fui llevado por otros al primer entierro al que acudí en mi vida. Aquel era un gentío formidable, el padre de Cecilia y de Domingo, y todos aquellos se juntaron allí porque se despedía a un rojo admirable del que yo sólo sabía que era el hombre más admirado del valle.

Años después ella es ya una de las grandes poetas y narradoras de esta lengua, y de la lengua común que hablamos todos, pero es, sobre todo, una mujer cuya capacidad de metáfora junta, en poesía y en novela, la audacia de alguien incapaz de guardarse lo que vale la pena contar para que haya memoria fiel de las heridas que ha sufrido el barro de la tierra.

Le dieron justamente el premio Canarias de Literatura, y espero que algún día los guardianes de la justicia artística dejen de olvidar, para el premio de las artes, a este gran pintor lagunero que fue y sigue siendo el más generoso y el más audaz de los vecinos que Canarias tiene en Madrid o donde él se halle.

Los dos vinieron a Arona, traídos por su ayuntamiento, para que contaran aquí (y expusiera, en el caso de José Luis) lo que les bulle en la cabeza y en las manos. Arona, por cierto. Aquí me trajo mi madre a que me curara del asma. No hubo suerte, y aun hoy voy por el mundo y por las playas y por mis islas con el ventolín a cuestas.

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