La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Nápoles es una alegría que dura para siempre, para toda la vida

Estoy en Nápoles y esto es una gran alegría. Vine anteayer, viernes, y todo el día fue viernes todo el tiempo, como dirían Ángel González o su amigo Luis García Montero, o como diría también la queridísima Almudena Grandes, ida como del rayo cuando tanto quería. Ahora es la madrugada del sábado, y es silencio en toda esta ciudad de mediterráneo bello y audaz, donde las palabras se parecen a las viejas canciones de Renato Carosone, con el que aprendí a hablar gracias a la vieja radio de entonces, la que trajo mi padre para darle a la casa la música que ya tuvo para siempre, en un barrio en ese tiempo más que pobre de mi pueblo, el Puerto de la Cruz, en Tenerife. Nápoles, por qué la amamos tanto.

Antes de llegar, Nápoles es un recuerdo de museos y de bares, de ruidoso tráfico, de gritos de casa a casa, en barrios que se parecen a aquellos tan humildes de nuestras infancias isleñas, enfrente de la Refinería o en Schamann, o en La Gomera, o en el pobre Lanzarote de nuestras primeras visitas, o en la Fuerteventura que aún se alimentaba de la leche de las cabras, o en La Gomera de calles de tierra, La Palma tan bella y en sigilo, el aire de La Graciosa aun deshabitada, El Hierro que vivía aún las consecuencias de la clandestinidad heredada de las persecuciones de la posguerra.

Y ya cuando estás en Nápoles, desde que suena el sonido de sus calles, la ciudad del bullicio y de la música es como si fuera el lugar en el que naciste, la gente vociferando en las barberías, tan bellas barberías viejas, en los restaurantes que ya pasaron el siglo de estar abiertos, o las muy elegantes tiendas que son como las de todo el mundo, las avenidas y los vicos, esas callejuelas por las que parece que va a asomarse la Edad Media con sus bacinillas llenas del orín que parece alcohol devuelto a la naturaleza de los adoquines. Quien me lleva por estos andurriales felices, Rosario Gallone, hombre del cine (Rosario es en Italia también nombre de hombres), que aquí es como la frente pensante de la cultura de la imagen y la palabra, y del silencio, de películas que parecen lo de dentro de la conciencia de Italia, habla con el taxista en esa lengua bellísima y rápida como el agua limpia de los ríos pequeños. Él y el taxista tienen historias como para cubrir un trayecto a la Luna, y yo me quedo escuchándolos como si estuviera oyendo, otra vez, aquellas canciones de Renato Corasone, que era lo que más se escuchaba en la vieja, y entonces tan juvenil, Radio Juventud de Canarias, donde José Antonio Pardellas nos regalaba la legendaria Café con Música.

Fuera del taxi, mezclados con los taxis y las aceras, los transeúntes parecen estar en la calle para encontrarse con alguien inesperado, se saludan con la eficacia de los habituales, se paran a hablar como si sus casas fueran las esquinas, y yo los contemplo como si estuviera viendo, de niño, cómo conversaban mis vecinos, tratando de saber por el movimiento de los labios qué decían para yo anotarlo y hacerlo así materia de mis próximos escritos o mis sueños. Le dije a Rosario, tan atento a lo que pasaba y también a mí, que era su invitado, que en aquella fila interminable de coches lentos era como si los automóviles fueran también transeúntes, yendo lentamente, pero sin prisa ni malestar, a otro sitio del mundo donde les esperara también la otra naturaleza de Nápoles, que no es distinta a la naturaleza de la lentitud.

En ese trayecto que va desde el aeropuerto al hotel es posible que pasara una hora, pero ni Rosario ni el taxista, ni este transeúnte en coche que era yo mismo, nos dimos cuenta de la exageración del tiempo. Nápoles tiene su propio tempo que, de nuevo, se parece al lenguaje propio, al que no habla otro en Italia, que se mezcla con lo que se entiende y con lo que se sobreentiende, con lo que se dice cantando o con lo que se dice en medio de los susurros que habitan en estas gargantas siempre dispuestas a la palabra eficaz, dulce o terminante.

Así que cuando llegamos al hotel, en medio de un sol excepcional que daría paso también a un diluvio sin remedio, era ya la hora del almuerzo, sin tiempo para hacer cierto reposo en este hotel que parece hecho para guardar, como en una alcancía, el silencio que se necesita para terminar un trayecto de tanto tráfico y de tantas revueltas por las calles tan pequeñas y estrechas como aquellas que vimos en las primeras películas en las que Vittorio de Sica proclamaba pan, amor y Andalucía. Allí me recogió, en seguida, Marco Ottaiano, profesor de literatura española, experto en el cine que nació de Azcona y desemboca en los Trueba y en el muy querido, queridísimo aquí, Pedro Almodóvar, que me llevó a dos pasos a comer pizza de veras en un restaurante en el que los camareros parecían surrealistas evocando a Alberto Sordi, capaces de traer dos veces la bandeja de postres para que eligiéramos lo que ya habíamos consumido, después de haber comido una pizza heterodoxa en la que uno de nosotros, el más ignorante, decidió añadir alcaparras (caperi) donde no pegaba nada ese producto tan hermoso y vivaz de la tierra. Alrededor había personajes que se parecían a los que protagonizan las juergas de La gran belleza, de Sorrentino, que ahora además tiene en cartelera (Marco ha prometido llevarme hoy) La mano de Dios, su autobiografía del fútbol, el amor y la muerte. Personajes que parecen salir también de las pantallas en las que vimos las películas de Fellini (Amarcord, por ejemplo, en Italia Amarcord es Italia todo el tiempo, y es Nápoles también) o aquellas en las que Sofía Loren ya no crecía, sino que se ensanchaba para ser la alegría y la tragedia de la historia de Italia, visitando las jornadas particulares de Ettore Scola y la memoria feliz o rota de la Italia del estupor o la miseria.

Luego Marco juntó a otros amigos, entre ellos Giovana, una periodista atenta al otro estupor italiano, el Covid que no cesa, y allí ya todos hablábamos casi a la vez como Nápoles en la calle, y entre todos decidimos que el cine y la música, y las canciones, es lo mejor que Italia le ha dado al mundo. Fue tan alegre este último rato, también, que yo parecía mi padre riendo cuando iban a casa los amigos y él sentía que venía a verlo a él personalmente una historia en la que la alegría era un regalo que le iba a durar toda la vida. Nápoles es una alegría que dura para siempre, para toda la vida.

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