Opinión | Salud

Reflexiones sobre la detección precoz

Se pueden oír, tras unas elecciones, comentarios tales como «los españoles han querido un Gobierno de coalición» o expresiones semejantes que resuman la voluntad de un organismo superior. Al que también se le supone entendimiento pues «los españoles», ese ser, han examinado la situación y han decidido que lo mejor es que se forme un Gobierno de coalición. Voluntad, inteligencia y también memoria, la colectiva. Si ya es difícil, en neurociencias, saber dónde y cómo se almacena la memoria, me pregunto dónde «los españoles», o el grupo del que se hable, la guardan y cómo la recolectan.

La idea de un organismo superior, la sociedad, es consustancial a la salud pública. También a muchas acciones de gobierno. Por ejemplo, una autopista dañará a los vecinos que la tengan cerca; los beneficios para el conjunto de la población, si se han hecho bien los deberes, deben compensar ese sacrificio de unos pocos.

Lo mismo ocurre con las intervenciones de salud pública, desde la cloración del agua hasta las vacunas. Todas tienen riesgos, con todas algún miembro de ese cuerpo, que es la sociedad, sufrirá daño. La analogía es con el individuo: cualquier intervención médica lleva apareada un daño. En la situación ideal, el enfermo evalúa riesgos y beneficios, ayudado o guiado por el clínico, y toma la decisión. Pero en salud pública no hay esa decisión compartida: los regidores deciden la intervención a la que someten, o proponen, a la población diana. Se basa en que muchos se beneficiarán mientras perjudicará a unos pocos. El que enfermó por culpa de la vacuna paga, sin culpa, el beneficio de otros.

La detección precoz para frenar el desarrollo de la enfermedad es una tecnología que puede enclavarse tanto en la atención personal como en la salud pública. En la primera, el individuo decide, con su médico, realizar una prueba que sirva para descubrir de forma precoz la enfermedad. No tiene clínica y pretende saber si se está gestando para cortar su progreso. Si la prueba es negativa, se queda tranquilo. Si es positiva, celebra que se haya reconocido en una fase más vulnerable al tratamiento, al menos en teoría. Otra cosa es que desde la salud pública se invite y conmine a realizar esa prueba. Ella tiene responsabilidad de que la acción tenga un impacto positivo: su óptica se dirige a los daños y beneficios en la población. Cada individuo, con su contabilidad, contribuye al resultado. Para él, su experiencia es lo que importa, para la toma de decisión en salud pública, es un número. Por eso se miden en reducción del evento, en caso del cáncer, de la mortalidad en la población a la que se le ofrece la prueba. Por ejemplo, en el ensayo clínico para examinar el impacto de la mamografía se observa que en el grupo de mujeres a las que se les ofreció la prueba la mortalidad fue un 20 por ciento más bajo que en el grupo control. Por tanto esa reducción es la que se espera si se decide establecer el programa y la aceptación es al menos como en el estudio de referencia, por ejemplo, el 65%. Si es inferior, el programa puede ser ineficiente, aunque sea eficaz en la detección en las personas que participan. Porque si se le diagnostican un cáncer incipiente que hubiera progresado de manera silenciosa hasta convertirse en mortal, el beneficio es inmenso: casi se puede asegurar que en más del 90% de los casos curará. Esa experiencia individual no justifica un programa de salud pública.

De manera que cuando se decide que no es conveniente realizar un programa de cribado para tal o cual enfermedad, a pesar de que exista una tecnología capaz de detectarla en estadios tempranos, es porque el impacto que se espera no justifica los costes en salud y dinero. Puede ser que la prueba no sea suficientemente buena, por tener muchos falsos positivos o negativos, o porque la aceptación sea baja o porque puede tener demasiados efectos secundarios. O puede ser que el tratamiento en esos estadios iniciales no sea tan beneficioso como se esperaba y apenas tiene impacto en el resultado. O porque la intervención produzca demasiados daños en las personas que no padecen la enfermedad: pierden tantos años de vida ajustados por calidad que no compensa los que ganan los enfermos que gracias al programa recibieron tratamiento beneficioso. O puede ser porque se descubren demasiados casos indolentes cuyo tratamiento, siempre cruento y con daños, no se compensa con los casos que sí hubieran progresado. Por todas estas razones, y alguna más, desde la salud pública solo se realizan tres programas: de cáncer de cuello de útero, de cáncer de mama y de cáncer colorrectal. Otra cosa es lo que se haga en el encuentro médico-enfermo.

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