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Juan Cruz Ruiz

Las suelas de mis zapatos

Juan Cruz Ruiz

Miles de días en los periódicos /2

Manolo el Cartero. La primera vez que vi un periódico entero y mío fue cuando Manolo el Cartero sacó de su fleje de cartas un ejemplar arrogado y doblado del diario Pueblo. Luego el mismo Manolo traería correspondencia de Venezuela, donde teníamos tantos parientes, e incluso las primeras cartas que intercambié a través de la revista La Actualidad Española con muchachas peninsulares que querían amigos de otras partes.

Esas cartas eran, por supuesto, devaneos veniales en los que nos contábamos banalidades sobre los primeros estudios, las aficiones y las ambiciones menudas que entonces marcaban esa sensación de eternidad que tiene la vida en la adolescencia. Años después, muchos años después, viniendo de una entrevista con Pedrito, el gran futbolista que fue un héroe en el Barça, en la selección y ahora en la Roma, viví la más increíble aventura humana de mi vida merced, precisamente, a aquella inocente correspondencia.

Pueblo era un periódico que dirigía el muy atrevido y acomodaticio Emilio Romero, que una vez en televisión explicó así su método para sobrevivir a las distintas imposiciones del régimen: «Cuando llueve abro el paraguas y cuando está seco cierro el paraguas». No era, por supuesto, un revolucionario, pero llenó su periódico de comunistas atrevidos que desafiaron, ellos sí, la política que seguía los dictados del franquismo; algunos eran reporteros extraordinarios, que escribían además como los dioses (entre ellos, Raúl del Pozo, comunista, por cierto, que sigue siendo un prosista extraordinario en El Mundo), y otros, como Tico Medina, eran narradores sentimentales de grandes hechos de la vida de entonces, como la muerte del Che Guevara, que él narró con la prestancia de Hemingway.

Yo recibía ese periódico como si fuera un regalo de la vida. Aun antes de que llegara a mi casa cualquier otro diario canario, como La Tarde o El Día, Pueblo era una biblia que empezaba a leer desde el principio de las páginas como si alguien me estuviera hablando al oído de otra manera que la que abundaba en la radio, donde no había otra información que la oficial. Manolo, de hecho, se quedaba conmigo «a ver qué dice Pueblo». Se quedaba de pie, a mi lado, aparcaba su cartera y estaba allí el tiempo que hiciera falta, los dos embebidos en una actualidad que entonces se contaba como un secreto que Emilio Romero condimentaba como si fuera picante o contraria al Gobierno.

Manolo fue desde muy pronto mi primer oyente de noticias, pues como se las leía en alto parecían testimonios de radio a los que él atendía como si fueran voces de la Pirenaica, la emisora clandestina que a veces sonada en nuestro salón de suelos blancos que me parecían de mármol.

En aquel entonces yo recogía del suelo, cuando iba a la escuela, periódicos rotos, para leerlos caminando, y a veces leía libros bajando la calzada que me lleva de la casa al barrio marinero del Puerto de la Cruz. No había nada mejor que ese olor que me iba acercando, mientras leía, al aroma de salitre del muelle en el que se bañaban las cabras y se lavaba el pescado fresco.

Muchos años después pregunté por Manolo el Cartero. Hace unos meses, me dijeron, lo asesinaron al lado de Correos, cerca del Instituto de Estudios Hispánicos, donde me prestaron los primeros libros que leí en mi vida, entre ellos Oliver Twist, de Charles Dickens. Unos malandrines quisieron robar en las instalaciones donde, por otra parte, vivía Manolo, éste los enfrentó y aquellos acabaron con su vida.

Tardé en saberlo, y me culpo. Yo tendría que haber preguntado por Manolo todos los días de mi vida, y tendría que haberlo visto cada vez que pasara por mi pueblo, pues nadie como mi madre, que leía los periódicos deletreándolos, y como él tuvieron tanto que ver con aquel momento especial de mi vida, cuando empecé a leer periódicos. Aun no se ha dilucidado judicialmente la responsabilidad del asesinato, por lo que me dicen quienes me dieron esta horrible noticia.

La Calle Actualidad. Cuando ya era periodista en ejercicio, aunque no todavía no tuviera el título, Gilberto Alemán, un periodista legendario, me dejó el encargo de ocuparme de la sección que llevaba en El Día, La Calle Actualidad. Era un muchacho de diecisiete años, creía que todo el monte era orégano y me dispuse a hacer más que aquello que me había encargado mi querido maestro, de modo que cuando éste volvió de un viaje que lo llevó a Venezuela me dijo que no hacía falta que me esmerara tanto. En todo caso, hice incluso más de lo que podía.

Como vivía junto al periódico, en una pensión también habitaba por cucarachas, estaba allí desde el amanecer hasta que el periódico despedía el camión de reparto, y estaba todo el día, junto a Julián Ayala, periodista y filósofo, amigo mío muy entrañable desde entonces, maquinando cómo llenar aquellas sábanas que eran entonces las páginas del primer periódico que me dio trabajo y que entonces dirigía con gran pericia Ernesto Salcedo, otro filósofo que aquí tendrá un punto y aparte.

En una de esas aventuras callejeras que inventábamos para que las páginas no fueran iguales todos los días entrevisté a un cartero. ¿Qué ruta hacía, qué correo era el más habitual, cómo lo recibía el vecindario…? Eran preguntas banales que, en este caso, aquel amable cartero respondía como Dios quería y él acertaba a decir. Al tiempo que hacía las preguntas, yo era quien hacía las fotografías.

El cartero me dijo que no le tomara la cara, y así hice, estaba prohibido que los carteros hablaran para la prensa. Publicado el reportaje mínimo al que dio lugar aquella conversación no pasó nada, naturalmente. Meses después me tocó pedir en el Gobierno Civil mi primer pasaporte. Me fue negado, el jefe de policía me echó de su despachó cuando lo reclamó, pero un día al fin me dieron un pasaporte para un solo viaje. Muchos años más tarde mi amigo el escritor Tomas Val encontró en la correspondencia del gobernador de entonces la razón de aquel gesto inicuo: yo había escrito un artículo sobre escenas de pobreza en la ciudad, y merecía castigo. Esa era su denuncia dirigida a la Dirección General de Seguridad. En cuanto al cartero… Habían rastreado la fotografía, en la que aparecía tan solo su cartera, lo habían descubierto hablando con un periodista y lo habían suspendido de empleo y sueldo.

Cartas de chicos. Queda por contar en este capítulo lo que sucedió después de aquella entrevista con Pedrito. Este punto y aparte de mi experiencia con los periódicos continuará en la próxima entrega.

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