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Ramón Punset

Observatorio

Ramón Punset

Respetar el Estado de Derecho

Respetar el Estado de Derecho Ramón Punset

El galimatías político-institucional de esta hora española parece difícilmente superable. Es verdad que, en los crudos tiempos de la denominada modernidad líquida, España no resulta un caso único y que la suerte de la democracia constitucional se halla amenazada de diversos modos tanto en los países de la Unión Europea como en los mismos Estados Unidos. Por si fuera poco, la invasión de Ucrania nos ha retrotraído al estado de naturaleza hobbesiano en que a menudo degeneran las relaciones internacionales, huérfanas de un Leviatán universal que las someta coercitivamente al Derecho.

En la verborrea de los politicastros farisaicos y vocingleros, la constante apelación al «Estado de Derecho», proclamado en la Constitución como uno de los principios estructurales de nuestra forma estatal, no conlleva, sin embargo, su escrupuloso respeto por instituciones y partidos. Baste pensar, por de pronto, en el bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, demorada ya en más de tres años y medio, por parte del Partido Popular. La deslealtad a la Constitución de los populares en este punto esencial, a fin de mantener su mayoría de vocales afines en el órgano de gobierno de los jueces, debe calificarse de gravísima. Tratándose de una fuerza política vertebradora del régimen constitucional vigente, su boicot filibustero compromete el normal funcionamiento de la Justicia y con ello deteriora la solidez de dicho régimen. El nuevo líder popular, Núñez Feijóo, continúa con el comportamiento antisistema de su predecesor. Comportamiento que no hace sino estimular la desafección constitucional que está en el ADN de Vox. ¡Dios los cría…!.

A su vez, los independentistas catalanes, curtidos infractores de la ley y de las resoluciones judiciales, tratan de incumplir una sentencia del Tribunal Superior de Justicia en materia lingüística aprobando un Decreto-ley contrario a la decisión judicial, aduciendo a continuación, con total desfachatez, la «imposibilidad legal» de su ejecución. Teniendo en cuenta que el Gobierno de la Generalidad era la parte perdedora del proceso judicial cuyo fallo desfavorable se niega a cumplir, es claro que infringe el derecho a la tutela judicial efectiva de los demandantes, incumple su obligación constitucional (art. 118) de acatar las decisiones judiciales e invade el ámbito de la función judicial (art. 117.3). Parece oportuno recordar a esos gobernantes de medio pelo que tanto la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos como la del Tribunal Constitucional rechazan, por contraria a la división de poderes y al Estado de Derecho, cualquier injerencia del poder legislativo en la administración de justicia con la finalidad de influir en el desarrollo judicial de un litigio. En efecto, «legislar» no es «juzgar». Aunque también es verdad que lo segundo no puede ser lo primero y que la fijación por el TSJ barcelonés de un 25% como mínimo de enseñanzas en castellano es un acto materialmente legislativo, fruto, eso sí, de la dejadez y cobardía del Estado (incluidos los sucesivos Gobiernos del PSOE y del PP y el propio TC) en la protección de los derechos lingüísticos (constitucionalmente reconocidos: art. 3.1) de los niños catalanes de lengua materna castellana, que son, por cierto, la mayoría.

Finalmente, cabe observar que la omnicomprensiva inviolabilidad regia (art. 56.3), es decir, su irresponsabilidad civil y penal perpetua y total, incluso por los actos estrictamente privados y en consecuencia no precisados de refrendo ministerial, resulta igualmente contradictoria con el Estado de Derecho, como testimonia el precepto constitucional que establece imperativamente la sujeción de (todos) los ciudadanos y de (todos) los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1). Otras monarquías europeas conservan todavía prerrogativas similares, sin que ello sirva de justificación alguna en nuestro caso ni obedezca coherentemente al carácter vitalicio de la Jefatura del Estado, como a veces se arguye. Al Rey le bastaría, pues, su aforamiento ante el Tribunal Supremo para desempeñar sus funciones sin perturbaciones ilegítimas. Tener los órganos judiciales que inadmitir demandas de paternidad con base en la irresponsabilidad jurídica del Jefe del Estado –como ha sucedido en varias ocasiones– causa verdadero rubor.

Ahora bien, estando la inviolabilidad del monarca recogida en la Constitución, y puesto que la opinión pública española se halla escandalizada por la conducta privada de don Juan Carlos, lo que no caben son retorcimientos de los preceptos constitucionales ni atajos que persigan resolver de inmediato una desigualdad tan hiriente y molesta por la falta de ejemplaridad moral y jurídica del anterior Rey. En suma, o se reforma la Constitución por el dificultoso procedimiento establecido en su art. 168 o no hay nada que hacer.

Algunas febriles mentes imaginativas entienden que el Tribunal Supremo (TS) podría considerar lícitamente que la inviolabilidad real sólo alcanza a los actos objeto de refrendo, lo cual implica que, contra el tenor literal de la Constitución y el trasfondo histórico de la prerrogativa, el Alto Tribunal realizaría una operación hermenéutica equivalente, por su alcance, a una convención constitucional. ¡Menudo disparate! Ocioso es advertir que el TS carece de poder constituyente, se encuentra sometido plenamente a la Constitución y a las leyes y no tiene pensado embarcarse en aventuras que además conducirían directamente a colisionar con la exigencia de lex praevia en materia penal.

Al titular de la Corona hay que pedirle, mientras tanto, extrema ejemplaridad, pues goza de una inmunidad judicial hoy difícilmente tolerable en cualquier ciudadano; y a los políticos de todos los partidos un mayor respeto del Estado de Derecho, cuya sempiterna invocación no es en ellos, la mayoría de las veces, más que un flatus vocis.

El galimatías político-institucional de España.

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