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Lucas López

Reflexión

Lucas López

Para viajar al Norte

Llueve con intensidad. La camioneta de IGER salta por una pista que ahora asciende hacia la aldea más cercana en medio de un bosque, a cuyos árboles soy incapaz de poner nombre. Vamos junto al barranco y en la parte de atrás de la camioneta se amontonan, coloristas y gritones, unos quince jóvenes, ellas y ellos, que acabaron su «círculo de estudio» y ahora aprovechan nuestro auto para acercarse a sus casas. Los vamos dejando por el camino. Saludan efusivos y desaparecen por un sendero en medio de la vegetación. Hemos pasado con ellos un rato en estas estaciones de «via lucis - via crucis» que Geraldina, la directora de la institución, ha planeado mientras vamos de camino a Sayaxché, donde celebraremos el día 9 de agosto la fiesta de las poblaciones originarias. Estamos acabando la primera jornada. Tengo el cuerpo molido con el bamboleo del auto por estas pistas poco cuidadas, donde debemos echarnos a un lado cada vez que aparece otro automóvil.

«En el cafetal. Ahí es que trabajo», comenta Óscar (20 años) en el círculo de estudio. El local es lindo, todo de madera. Suficientemente amplio y luminoso. Es un palafito sobre la ladera, al que se accede a través de una escalera muy empinada. En la puerta puedo leer «Salón comunitario» junto a un cartel de Tigo que ofrece conectividad para todo el mes (con límite de datos) por 99 quetzales. Es nuestra última visita del día. Recorremos el territorio de José, un coordinador IGER. Tiene a su cargo en torno a un millar de alumnas y alumnos en un área de una decena de municipios que recorre en una moto protegido por su chubasquero.

«Diez meses al año», contesta Germán cuando le pregunto por la temporada de lluvias. Los paisajes están dominados por el verde del bosque, aunque algunos lugares estén dedicados a la agricultura. «Es que no permitimos que se talen todos los árboles. Hay que pedir permiso y solo algunos, que debemos reponer», cuenta Germán, orientador voluntario de IGER que, además, deja su casa para que cada sábado se convierta en las aulas de los tres grupos de su localidad. Siete levantan la mano cuando preguntamos si vienen del otro lado del río. El sistema funciona con sus dificultades. Aquí no llega la radio y los precios de la conectividad son elevados. Eso les hace muy difícil escuchar el audio durante la semana, con lo que hay que dedicar parte del tiempo de la orientación, la mañana entera del sábado, a repetir algunos fundamentos de las lecciones. Luego hablan, conversan de todo un poco. «24 quetzales», dice Óscar, el que trabaja en el café, para señalar el jornal que se gana entre los cafetales desde las seis hasta las quince horas, cuando inician el camino de vuelta. Le entiendo que, cuando le llaman a trabajar, no todos los días, hace como una hora de camino de ida y otra de vuelta, con su machete en la mano, la herramienta que llevan todos los hombres.

Después del rato del círculo, antes de que se suban a la camioneta aprovechando nuestra presencia, nos hacemos fotos entre risas y respondo a preguntas sobre Lima, mi edad, mis padres, nuestra ruta… La curiosidad de las y los estudiantes es enorme. Ellas sonríen desde un rostro que, bello, corona un modo de vestir propio colorista. Ellos visten de forma más austera, casi completamente al estilo occidental, alguno con una camiseta del Barcelona. Ponen cara de asombro cuando les digo que ya cumplí sesenta. «Yo con dieciocho y ya me parece que estoy vieja», comenta una de las alumnas, que lo dice en español por galantería con los recién llegados. Entre ellos hablan en la lengua maya del territorio. Intentan enseñarme a decir algunas cosas: hola, adiós. Mi oreja y mi memoria se resisten.

«No tienen muchas esperanzas», comenta Susana, la profesora quiché que orienta el círculo, cuando nos quedamos a solas. En el auto, de vuelta, mientras nuestros músculos y huesos se someten a la tiranía de los saltos, me viene una y otra vez a la cabeza la palabra explotación. Hace treinta años este país vivió una intensa guerra civil con muchísimas víctimas –muertas, desaparecidas, violentadas–, que todavía hoy no han cerrado sus heridas. Aquella guerra la dispararon la injusticia, la desigualdad, el empobrecimiento. Pero estas comunidades campesinas viven en situaciones similares y sus jóvenes tienen todos sus sueños puestos en abandonar la comarca, marcharse a la ciudad. «Inglés», comenta Óscar. «Es la que más me cuesta», dice ante las preguntas de Julio, miembro del equipo IGER, por la materia más difícil. Y aquí, el inglés es importante: quieren viajar al Norte.

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