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Editorial

Devolver el bienestar a La Palma herida por el volcán

Hace un año el mundo se quedó helado viendo las imágenes en directo de los estragos producidos por los ríos de lava del volcán de La Palma, una erupción devastadora que engulló sin piedad tierras de cultivo, carreteras, viviendas y el cementerio de Las Manchas, el mayor daño que un fenómeno de la naturaleza puede infligir a la memoria colectiva

Una imagen del volcán de La Palma. EP

Hace un año el mundo se quedó helado viendo las imágenes en directo de los estragos producidos por los ríos de lava del volcán de La Palma, una erupción devastadora que engulló sin piedad tierras de cultivo, carreteras, viviendas y el cementerio de Las Manchas, el mayor daño que un fenómeno de la naturaleza puede infligir a la memoria colectiva. A la vez que el desastre provocado por el cráter de Tajogaite alcanzaba la dimensión de dantesco, crecía la solidaridad global con el pequeño territorio del Atlántico, pero también la necesidad de curar la cicatriz y devolver la vida lo más rápido posible a los palmeros afectados por la debacle. Un reto tan inconmensurable, pero no imposible, cuyo parangón sólo podría encontrarse en el inventario de los bienes materiales e inmateriales que quedaron bajo las entrañas de la tierra.

La Palma no debe tener competencia alguna como objetivo prioritario entre las actuaciones estatales y autonómicas. Es el compromiso contraído con sus habitantes, repetido hasta la saciedad por todos y los más variados representantes institucionales que han ido hasta la Isla para refrendar el empeño de no abandonarlos a su suerte. Si algún estímulo superior contiene la acción de gobierno, ese debería ser devolver el bienestar perdido a las personas.

Lejos del recurrente mito de la Arcadia, una isla siempre es una lucha permanente contra el aislamiento y el medio natural. La extinción voraz y vertiginosa de lo conseguido es doblemente dolorosa, porque supone un sacrificio desalentador para el que no todos están dispuestos. Las ayudas para el renacer palmero deben ser un acicate para frenar la emigración de los jóvenes, pero también para consolidar un modelo insular de supervivencia acorde con su ecosistema, un turismo selectivo y una economía eminentemente agrícola.

La planificación inmediata volcada en la búsqueda de una solución habitacional para los damnificados y en la resolución de las infraestructuras dañadas no puede ser, en ningún caso, motivo para considerar que La Palma no tiene más alternativa que ser una isla subvencionada de por vida. El volcán se ensañó solamente con una parte de la Isla, pero dada la condición insular es evidente que cualquier determinación que se tome en los municipios afectados acabará afectando al resto. Está en juego, por tanto, un modelo de desarrollo futuro.

Un año después de la erupción La Palma es un laboratorio en fermentación, una iniciativa de ataque multilateral y multidisciplinar donde se pone a prueba, sobre todo, la capacidad de la administración para soslayar los vericuetos improductivos de la burocracia. El seguimiento político necesita de la monitorización permanente, saber de manera fehaciente cuántas subvenciones y ayudas están en manos de sus beneficiarios. La logística de apoyo a los palmeros no se puede permitir la queja por los retrasos, y si es así debe ser por una causa justificada y comunicada de forma transparente.

Al mismo tiempo que las lenguas de lava se tragaban lo que encontraban en su caminar, la pregunta era si se podría restituir a los afectados todo lo que habían perdido. Por desgracia, los recuerdos, las huellas del pasado, son de difícil relevo, más cuando se trata de una población donde la familia conforma un núcleo imprescindible, cuajado por los hitos de la transmisión generacional del mundo rural, tanto en lo verbal como en la misma repartición de la propiedad. Gran parte de este cosmos ha colapsado porque se ha perdido el vínculo con una tierra cuya raíz se remonta hasta cuatro generaciones atrás.

También es, por tanto, un laboratorio emocional. Los responsables políticos están obligados a poner en práctica todo lo contrario de lo que suelen hacer: exigirse a sí mismo la mayor humanidad posible para escuchar las quejas de los afectados, e intentar solucionar el máximo de problemas, aunque tengan el carácter de personales. Sólo la fluidez en la comunicación, el trato directo y la sinceridad supondrán un gran paso adelante, sería una buena vacuna contra el fracaso y el malestar. De poco valdría la creación por parte del Estado de un Comisionado Especial si la empatía no se convierte en la bandera de ese organismo.

Pero no sólo es imposible sustituir lo más íntimo de cada uno de los damnificados por la erupción, dado que la frustración también entra de lleno en el derecho a ser compensado por la pérdida de la vivienda, probablemente uno de los temas más espinosos de la reconstrucción de La Palma. Empezar una nueva vida, construirse un casa y arreglar un terreno, vienen a ser palabras mayores para los que han superado el ecuador de sus biografías, más cuando la indemnización recibida no cumple las expectativas.

«No los olvidaremos», se les dijo cuando el pestilente monstruo negro caía sobre los pueblos apagando la vida rural. La expresión es ahora más relevante en cuanto en tanto se ha superado el dramatismo de primera hora y nos adentramos en la fase de la coherencia y la racionalidad.

Aquí no se trata, ni mucho menos, de levantar un campamento de desplazados, sino de facilitar a los damnificados unas condiciones de vida lo más cerca posible de las que gozaban antes del desastre. Es irremediable que las dos partes cedan, pero sin generosidad no cabe un futuro para la Isla.

Sólo basta volver a la videoteca y observar las heridas profundas del volcán Tajogaite para cerciorarse de que un año, 365 días, resulta poco para un destrozo de tal magnitud. La agenda no desaparecerá de la agenda de los asuntos pendientes por mucho tiempo, o al menos así lo esperamos de los que por su condición de representantes han asumido -y los que vengan detrás- la responsabilidad de sacar a la Isla del atolladero. Los primeros en empujar para que se cumpla el propósito deben ser los propios canarios, que no deben bajar la guardia para que La Palma pase a ser un problema secundario o terciario. Nada debe hacer decaer la solidaridad y preocupación por los palmeros.

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