Mirando despacio

No me gusta el fútbol

No me gusta el fútbol

No me gusta el fútbol / Antonio Lacerda

En cualquier reunión social a la que acudo, tarde o temprano, aparece la típica pregunta: ¿eres de Barça o del Madrid? Cuando respondo que no me interesa el fútbol las reacciones suelen ser de lo más variopintas. Los más patrióticos me intentan vender que es el deporte nacional y que, como tal, hay que apoyarlo. Otros me intentan convencer de que el fútbol es un deporte noble, apelan a la emoción que genera ver los partidos con los buenos amigos. Los más prácticos dicen que si no hablo de fútbol voy a quedar marginada en muchas de las conversaciones en las que participe. En pleno mundial, ya no hay equipos, «todos somos España», se paraliza el país cuando juegan los «nuestros». Ante tal avalancha de charlas futboleras como no entre a comentar mis impresiones sobre los partidos, a buen seguro, me tachan de rarita, rarita. Da igual que el mundial se celebre en Catar, un país que vulnera muchos de los derechos humanos y que sus mujeres son tratadas como ciudadanas de segunda o tercera clase… Ante estos argumentos de política para principiantes, mis contertulios sostienen que el deporte no tiene fronteras y que el fútbol es el fútbol. Me callo y evito decir lo que todos sabemos; los intereses y el dinero que mueve el deporte rey.

Hoy me gustaría extrapolar este tema a nuestra vida en general. Quiero llevar mi reflexión a la necesidad de aceptar las diferencias para establecer una buena convivencia. No se me ocurre juzgar a nadie y mucho menos sentenciar a ninguna persona por sus gustos o preferencias. Como tampoco se me ocurre ir por ahí preguntando ¿Vargas Llosa o García Márquez? ¿Almudena Grandes o Rosa Montero? Según el círculo elegido para realizar la cuestión me tacharían de «friki», pedante y otra vez de rarita.

En estos tiempos donde se nos llena la boca hablando de libertad, seguimos rechazando a los que son diferentes, a los que no entran en nuestros patrones de «normalidad». Parece y solo parece que aceptamos todas las orientaciones e identidades sexuales, porque quizá los medios de comunicación y las instituciones hayan colaborado en esta misión que ya se hacía imprescindible. Sin embargo, seguimos sacando tarjeta amarilla a los que no actúan según lo «establecido». Cantamos fuera de juego al tímido, al que se muestra muy sensible, al que expresa demasiado sus emociones, al que muestra alguna discapacidad social y presenta dificultades para relacionarse. La tarjeta roja y de cabeza al banquillo le tocaría al sincero, al transparente, al que va por la vida con la verdad como estandarte.

Como se trata de no quedar fuera del partido y todos queremos seguir estando en el campo de juego, llega lo inevitable. Ciudadanos de a pie afanándose por ocultar sus diversidades para amoldarse a la mayoría.

«Cada vez que se encuentre usted al lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar» (Mark Twain).

La democracia pretende fomentar el pluralismo y no la búsqueda de una sociedad de autómatas, pero como el juego consiste en «encajar» en los requisitos exigidos se produce cada vez más un gran baile de máscaras. Disimular, encubrir o esconder lo que sentimos nos parece de lo más natural. Las consecuencias son más graves de lo que pensamos; vivimos en la cabeza y con el tiempo anulamos nuestras sensaciones. Eso genera un conjunto de emociones reprimidas a las que no conseguimos darle salida. Proceso que, como todos sabemos, genera multitud de enfermedades físicas y mentales. Es por ello que condenamos con la expulsión al que se muestra libre, al que dice lo que piensa, al que se atreve a deshacerse de la careta y ser él mismo. Esas personas valientes que no se camuflan, muchas veces, se llevan como premio el desprecio de sus iguales, tildándolos de descarados o subversivos. La razón está clara, a todos nos pesa esa coraza que no nos deja ser quien realmente somos. Por supuesto, nos remueve que haya personas que vayan ligeras por la vida; que se hayan liberado de sus máscaras y puedan volar alto.

¿Qué pasaría si optáramos por la divergencia, por la flexibilidad, por la honestidad? ¿Qué pasaría si soltaramos de una vez por todas nuestros pesados yelmos? Me imagino que gozaríamos de un mundo más justo, donde los diferentes serían aceptados como parte de una sociedad heterogénea. Un mundo donde nadie quedaría relegado a permanecer en el banquillo por atreverse a ser «atípico».

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