Reseteando

Morir entre harapos en la Avenida Marítima

Imagen de la Policía Judicial durante el levantamiento del cadáver en los alrededores de la sede del periódico La Provincia.

Imagen de la Policía Judicial durante el levantamiento del cadáver en los alrededores de la sede del periódico La Provincia. / C. T.

Javier Durán

Javier Durán

Ni el cuarto poder que nos atribuyen los ilusionistas sirvió para salvar de la marginación a Antonio Borges, un sin hogar que dormía todas las noches junto a la sede de este periódico. Su muerte entre harapos, cerca del carro que acogía las miserias de su vida, ocurrió a una hora imprecisa de la madrugada de ayer. Los periodistas de esta casa lo teníamos ahí para recordarnos lo dura que es la calle, llena de descampados pelados de humanidad y poblada de fracasos, pero con contoneos seductores que apagan la pequeña llama de los hundidos en la oscuridad. Este señor octogenario, nacido en La Gomera, eligió ser un homeless en el mismo centro de la ciudad, no en la periferia ni en una casa ocupada. Dormía cerca de los edificios confortables de la Avenida, pegado al mar, y con la sede del periódico resguardándolo de los aires traidores. También confiado de que la cada vez más acuosa respetabilidad periodística le cubriese contra los vándalos. Uno de estos ejemplares del siglo XXI le propinó años atrás una paliza para robarle el dinero que llevaba encima, quizás las limosnas diarias de sus protectores (nunca se le vio pedir) o unos ahorros misteriosos en lo más hondo de sus enseres. Al salir del periódico, todavía con la gafas oscuras, se le veía tirar del cigarrillo, aún con la radio encendida, estornudando, preparando la cama, ajeno a todo, metido de lleno en la escenografía de la pobreza más arcaica... Suficiente para creer en la resistencia de los que, bajo los hachazos del destino, van recubiertos del feroz acero de la inmunidad, como si los años a la intemperie lo hubiesen vacunado contra lacras y epidemias. No hay fecha exacta sobre cuándo el ciudadano Borges desconectó y decidió emanciparse de la corrección fiscal, el empadronamiento, la raíz, una cama tibia o una ducha. Ni tampoco existen datos primorosos en el disco duro sobre qué le llevó a desenchufarse. Soñar, roncar y morir a unos metros del ordenador que tengo delante, en la indigencia, rodeado de viviendas de lujo, revela que nada se pudo hacer para resucitarlo socialmente.