Notas de un espectador

Fabelman/ Spielberg

De la vida de Spielberg a la del rapero Xatar y terror español, en cines

De la vida de Spielberg a la del rapero Xatar y terror español, en cines

Juan Cruz Ruiz

La infancia es un infierno feliz manejado por el miedo, por la ansiedad y por el descubrimiento. Nadie que haya sido de veras un niño no ha sentido todos esos latidos de la vida, hasta despertar a la adolescencia, cuando todo se empieza a torcer y aquellas tres gracias, o desgracias, se presentan revueltas, juntas, amenazantes: el miedo, la ansiedad y, ay, los descubrimientos.

Todo eso que describo como propio y posiblemente ajeno se me representó como espejos en blanco y negro de mi propia vida en la última película de Steven Spielberg, cineasta que ahora tiene 76 años, ha hecho películas de todo tipo o género, ha llenado de ilusión a los que creen que la vida es una fantasía extraterrestre, y tiene el atrevimiento aun de contar como un niño lo que recuerda de adulto.

Nos ha dado Spielberg, a los que no tenemos edad para sentir que toda fantasía es posible, la certeza de que el cine multitudinario, es decir, el que se vende bien en las taquillas, también le puede devolver a la humanidad razones para creer que lo que se hace como espectáculo también nos enseña la realidad de los sufrimientos.

Su filme sobre la guerra mundial, las maldades de Hitler y la capacidad humana de solidaridad del industrial Schindler (La lista de Schindler), es un monumento que debe ver cualquier antisemita (o cualquiera que desprecie al otro) para curarse de la barbarie de seguir creyendo, como Hitler, que alguna vez hubo seres superiores.

Ahora Spielberg ha ido a su propia vida para rescatar episodios que se parecen a los que él mismo vivió. Dispara, desde las imágenes de Los Fabelman, historias que le pasaron a él en sucesivas ciudades de Estados Unidos, pero que también tienen que ver con los que hemos vivido, ricos o pobres, en otros territorios del mundo. Es una película para todo el mundo, y no es lo que solemos llamar una americanada. Es, naturalmente, una película que se debe a una de las grandes inteligencias del arte contemporáneo.

Mientras se iba sucediendo, con sus emociones, sus risas y sus fiestas, este modesto espectador se vio a sí mismo en la escuela, con los chicos, yendo al cine con el padre, que lo tapaba con un sombrero para ahuyentar los fantasmas que provenían de los gatillos de los vaqueros del Oeste, no todos bandidos, pero muchos de ellos siempre con pólvora cerca del dedo índice. Era en el cine Topham de mi pueblo, el Puerto de la Cruz.

En esas ocasiones, cuando en las películas yo veía llegar tales peligros, mi padre se despojaba del sombrero y me tapaba la cara hasta que se elevaba el polvo de las caballerías y volvía la paz a la pantalla. Yo resucitaba luego de un miedo infinito y mi padre me decía: «Juanillo, ya puedes mirar». Con un ojo abierto regresaba, pues, a la pantalla como si hubiera superado un miedo que luego, como un ritornello fatal, mi padre aliviaba otra vez con su sombrero flácido.

De manera inevitable fueron las primeras escenas en las aquel niño Fabelman asiste con sus padres a la visión de una película llena de misterio y de riesgo (Tiburón) las que me conmovieron más que ninguna otra porque, como si fuera un flashback que anuló setenta años de mi vida, sucedió ahí lo que más temía que sucediera cuando era niño y veía películas del Oeste y que en este momento, ahora, sucedía con el trasunto de Spielberg, el niño Fabelman, al que sus padres, unas buenas personas, impedían que abriera sus ojos mientras un gabinete de trenes se cercaban peligrosamente en el celuloide al auto de unos desaprensivos ciudadanos que se arriesgaron a seguir en la vía creyendo que el vehículo diabólico ralentizaría su desbocada marcha. Eso sucedía en el cine, el niño sentía que pasaba también en el patio de butacas.

Ahí yo mismo me cubrí el rostro, como quisieron hacer los Fabelman con su hijo, cubrirle el rostro, pero en seguida me fijé en que el muchacho, asombrado ante la potencia del tren y de las imágenes que estaba viendo, se mantenía impertérrito y aterrado hasta que el inmenso suceso se convirtió en algo mucho más espectacular que aquel episodio del tiburón que causó tanta muerte en la playa pacífica de otra película del genio que no ha cesado de ser Steven Spielberg.

Me sobrecogió aquella escena del tren, y la imagen del niño tragándose el miedo para memorizar el suceso de ficción que para él sería el gran suceso de su vida. Desde entonces, y hasta el final, cualquiera de los acontecimientos, los familiares, que acabaron como ustedes verán en la película, los de los enamoramientos, que asimismo verán ustedes y, sobre todo, aquellos que tienen que ver con el antisemitismo que el chico sufrió cuando estaba cerca de entrar en la universidad, volvieron a ser parte de mi memoria personal.

Pues, naturalmente, todos los que somos falibles y bajitos, los que no estamos seguros de nuestras predilecciones religiosas, o bien no compartimos las creencias de otro tipo de la mayoría que nos rodea, sufrimos en esas edades escolares, y también después, persecuciones como las que vivió aquel muchacho Fabelman que en el filme representa abiertamente, lo dice el propio director, al cineasta más importante de la época después, probablemente, de Francis Ford Coppola o, sin duda, de Martin Scorsese.

Los tres cineastas, en todo caso, han contado la biografía de la América ruin o despiadada, en algunos casos se refirieron los dos primeros como retazos o espejos de sus propias vidas, pero en el caso de Spielberg es toda la película la que va relatando con señales de todo tipo la que está hablando de él, de los suyos, de lo que significó, sobre todo, aquel tren desbocado en su memoria personal y, por supuesto, de cineasta. Este hombre de 76 años es aun aquel chico de tres o cuatro años que se empeñó en ver cine cuando los demás tenían miedo.

La vida luego le fue dando azotes, sentimentales, familiares, escolares; se burlaron de él por su religión judía y también por su estatura, pero esos fueron accidentes menores o mayores, en los que Spielberg no se quedó. El drama familiar, que se va acentuando a medida que el padre va escalando en sus empleos, como un norteamericano de raza implicado en los nuevos inventos de los sesenta y los setenta, es el hilo que al final convierte a Spielberg/Fabelman en un joven como cualquiera que haya perdido pie en la vida para reencontrar ese equilibro, otra vez, en aquellas imágenes del tren sin freno que lo hicieron cineasta.

Independientemente de que los argumentos sean o no ficción enteramente o solo en parte, hay que entender que el cine que te conmueve es sobre todo el que te habla de ti mismo, del que lo está viendo. Películas de John Ford (que por cierto es esencial en los últimos episodios decisivos de este relato, ya verán) o de Ingman Bergman o François Truffat (que tanto le ha dado a Woody Allen o al propio Spielberg) forman parte de la educación sentimental, personal, rabiosamente propia, de los que hemos visto sus películas, igual que es nuestra la biografía que sustentan novelas de Tolstoi o de Scott Fiztgerald o de Albert Camus. Aquí, en Los Fabelman, están los ruines y los buenos, los ambiguos y los que te delatarían, los que se burlaban de ti en la escuela o en el colegio. Están también los buenos, los nobles, los arrepentidos que quisieron ser mejores que tú y te dejaron marcado por la ansiedad que sintieron de hacerte de menos.

He visto muchas películas en las que he sentido piedad y miedo, alegría o tristeza; en algunas películas italianas (La Strada, por ejemplo) vi la guerra mundial, su sombra, como la he visto aquí; he visto dramas parecidos al que Spielberg explica en la guerra cruenta del tiburón en la playa, he visto lo que le pasó al protagonista de El extranjero de Camus o lo que ocurrió en La soledad del corredor de fondo de Silitoe.

En todas esas películas, y en muchas otras, y ahora en este filme autobiográfico de Spielberg, he sentido de nuevo ganas de llorar porque acaso no había un sombrero, ahora, que me cubriera del miedo, de la velocidad sin fin, mortífera, que traían consigo el polvo y la fiereza de los jinetes y de los caballos y también de la maldad de los hombres.

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