Escritos antibélicos

Caprichos

En un escrito antibélico aún no publicado su narrador cuenta cómo a Nopólemo se le pide que sugiera el nombre de un poeta que pueda participar en un curso de doctorado de verano sobre la metaficción. Cuenta también que a Nopólemo esa petición le resulta absurda pues nada hay más ajeno a la poesía que la ficción. Poesía y ficción son como agua y aceite, donde una emerge la otra se hunde. Y sucede que mientras el narrador escribe ese escrito, en un momento del teclear, un dedo tropieza con otro y no consigue pulsar la eme de «metaficción» sino que se equivoca, le da a la letra te y sin querer escribe «tetaficción».

La palabra «tetaficción» no aparece en ese escrito antibélico que se titula «Metaficción» porque el narrador inmediatamente la corrigió y porque ni el tono ni el asunto del escrito permitieron al narrador encontrarle allí acomodo. No obstante, ese suceso le resultó tan gracioso que no desapareció de su horizonte: el narrador lo guardó en una agenda de ideas misceláneas decidido a dedicarle un escrito antibélico. No lo titularía «Tetaficción», a despecho de la lasciva atención de algunos lectores, sino «Caprichos», porque lo que más le interesó de su error mecanográfico no fue lo que la palabra «tetaficción» pudiera dar de sí sino lo que pudiera derivarse del accidente que lo llevó a escribirla sin querer.

La literatura está hecha de caprichos, de sucesos imprevistos, de ocurrencias, de casualidades, de descuidos que de manera inopinada abren el texto a nuevos derroteros. Y en eso la escritura literaria es como la vida. ¿Acaso Colón no se encontró con América cuando pretendía ir a Las Indias? Ese inmenso continente que se interpuso en su navegar y condujo a Colón a un lugar muy distinto del que pretendía es como el dedo del narrador que tecleó mal la palabra «metaficción» y escribió «tetaficción» y luego la corrigió y la guardó para escribir sobre ella un escrito antibélico que no tenía pensado escribir y que titularía «Caprichos».

En una arriesgada regla de tres, el narrador considera que la «tetaficción» es a Nopólemo lo que América fue a Colón. Las cosas de la vida y las cosas de la literatura están hechas de contingencias que, tal vez, no lo sean tanto. Porque, al fin y al cabo, si el narrador no hubiese sido narrador sino albañil o ingeniero o médico o caminero, si no hubiese querido contar que a Nopólemo se le pidió el nombre de un poeta para un curso de verano de doctorado sobre la metaficción, tampoco se hubiese equivocado ni habría escrito por error «tetaficción». Y lo mismo con Colón. Si la Tierra no fuese redonda, por mucho que se hubiese empecinado en buscar una ruta alternativa para ir a Las Indias jamás se habría encontrado con América.

Así que las casualidades, a poco que se analicen, no lo son tanto, y por ese motivo el narrador no deja pasar la ocasión y, al terminar el escrito antibélico que titula «Caprichos», abre su agenda de ideas misceláneas y saca la palabra «tetaficción» con la intención de dedicarle un escrito antibélico. Está seguro de que «Tetaficción» dará para mucho, pues, aunque todo es cuestión de perspectiva, una teta tiene más que contar que otros órganos, como el bazo o el hígado, más que decir que una uña o un pelo. Una teta da vida y amamanta, es un lugar para el placer y también para el dolor, un icono del feminismo, un respetable paisaje para el deseo, un lugar maltratado por la pornografía y mercantilizado. Como un pene, una teta no es una mera protuberancia, sino una construcción cultural de enormes dimensiones, siempre moldeables para construir una sociedad mejor.

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