El lápiz de la luna

El patio del colegio

Elizabeth Lopez Caballero

Es curioso cómo, a medida que pasan los años, vamos olvidando momentos de la infancia en los que fuimos felices. El recuerdo se va diluyendo entre responsabilidades y preocupaciones adultas que nos desconectan de esa etapa en la que todo era fácil pero, por la complejidad del ser humano, nos parecía entonces un puro drama. El patio del colegio es un buen lugar para conectar con nuestro niño interior, todo esto lo pensé mientras hacía una guardia a la hora del recreo en el centro en el que trabajo. Sonó el timbre y de repente una marabunta de niños y adolescentes, eso sí, en fila india (que las normas son las normas), irrumpieron en la cancha con el bocadillo en una mano y el zumo en la otra. Como una manada de ñus en medio de la sabana otearon dónde ubicarse a reposar. Algunos al sol, otros a la sombra. Pensé que, si mirase el patio desde arriba en ese momento, ya no se vería el rojo o el azul del suelo, ni la línea del área o del centro del campo, sino un montón de islas que representan el archipiélago que es un colegio. Cuando cada grupo ocupó su lugar, representaron sus roles: unos jugaban al pilla-pilla, otros improvisaban un baile sacado de tiktok, supuse; dos niñas de la ESO daban vueltas alrededor del espacio cogidas del brazo mientras conversaban de lo que quiera que conversan las niñas a esa edad. También había quienes buscaban insectos en el parterre e, incluso, hubo quien sacó la libreta para repasar para los trimestrales. Los hay que no descansan, murmuré. De toda esta reflexión me sacaron dos niñas de cuarto de primaria que se acababan de pelear porque una contó un secreto de la otra justo a la persona menos indicada. Así que estuvimos un rato reflexionando acerca del valor de la amistad y de la importancia de respetar los límites del otro. Al final se fueron corriendo de la mano y se olvidaron del asunto. Hice un recorrido mental por las personas que alguna vez han desvelado un secreto que les confesé y caí en la cuenta de que ya no forman parte de mi vida. ¡Qué pura es la infancia!, no me imagino a un adulto dándole la mano a su Judas… Cuando quedaban menos de cinco minutos para entrar al aula, un niño de tercero de primaria vino a ofrecerme lo que le había sobrado del desayuno y yo sentí una mezcla de amor y tristeza. Amor porque me ofrecía lo que le había sobrado y, oye, ese gesto tiene su aquel; tristeza porque también podría interpretarlo como que me daba las sobras. Bromeé con él desde ambos puntos de vista y al final decidió terminarse el desayuno. Seguro que su madre me lo agradeció. Cuando suena la sirena el ecosistema se desordena nuevamente para ordenarse en una hilera de filas indias (porque las normas son las normas) a lo largo y ancho del patio, y esa vuelta a la normalidad se me antojó tediosa. También yo regresé del patio de recreo de mi infancia y me disfracé de adulta: el resto del día fue un aburrimiento.

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