Reseteando
Inflación y galletas
Ha crecido entre los estantes de los supermercados la duda existencial sobre la elección o no de un producto. El cliente manosea la caja de galletas, la mira una y otra vez, busca alguna con un sabor similar, trata de encontrar una oferta y acaba tirándola al carro malhumorado, como si su economía doméstica hubiese cedido frente al placer. Pero ahí no acaba todo: al llegar a la altura del pan bizcochado se arrepiente y vuelve otra vez al lugar donde cogió sus pastas preferidas para desayunar. Se agacha, agarra el capricho y lo vuelve a depositar con cuidado en el sitio que estaba. Mira durante unos minutos a ver si otro cliente se la lleva. Lo mismo se anima, pero no, decide finalmente sacrificarse. Le recomendaron una marca blanca. No le convenció, el exceso de mantequilla le provocó una arcada desagradable antes de la ducha. En realidad, su familia no estaba en alarma roja, muy desesperada, ni tampoco tenía claro que una conjunción de renuncias alrededor de la gama que nutre la glucosa iba a suponer más dinero para la despensa básica. Lo había demostrado en casa. Incluso ofreció una alternativa más eficaz, adquirir unas gallinas ponedoras y ponerlas en la azotea para tener huevos. Las alimentaría con las sobras del almuerzo y hasta darían un punto más o menos pop al solarium entre esas amistades dadas al alcohol y al poliamor. Mientras rebasaba los congelados, la comida preparada y la lejía se dedicó a observar el comportamiento de otros compradores: gente que, por ejemplo, se llevaban detergentes de colores extraños y de fabricación dudosa, aunque con precios muy asequibles. El descenso a la química guarra y a esos olores insoportables que empapan la fregona tenía su compensación: podían llevarse la galletas más exquisitas y hasta una mermelada de origen británico con champagne. En la caja descendió de su Olimpo de empleado que vive los últimos estertores frente los embates de la inteligencia artificial. Una clienta hacía una selección más compleja que la suya. Decidía que dejar para cuadrar la cuenta, Y no eran galletas, sino hambre.
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