Le Fumoir

14, rue de Verneuil

Jane Birkin.

Jane Birkin. / EFE

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Jane Birkin murió el día de mi cumpleaños. Éramos vecinos. Su hôtel particulier, en el 14 de la rue de Verneuil, a una cuadra de donde vivo, luce garabateado de carteles y grafiti en su muro exterior. Es casa, museo y mausoleo. Allí pasó sus mejores años con Gainsbourg, y allí acuden los nostálgicos de una época que nunca vivieron, como el que suscribe, en peregrinación urbana. Los observo cuando paso por delante. La calle es corta y estrecha. En ella apenas hay circulación, lo que permite a los visitantes invadir la calzada sin demasiado miedo a ser atropellados por los escasos coches que doblan desde la rue des Saints-Pères. Se quedan transidos frente al paredón, como en una Jerusalén punk, hacen un par de fotos, y luego ya no saben muy bien qué hacer. Esa liturgia desordenada es hija de una veneración laica sin rito, en memoria de un personaje que hizo de su modo de vida, religión, y que, como agente provocador que era, aceleró los tiempos con su arte. Anoche una señora se arrancó a cantar una de sus canciones. Parecía reivindicar su juventud ya lejana, y lamentar su vejez presentísima. Los periodistas allí apostados la ignoraban mientras hacían vigilia informativa. Alguien había dejado un ramo de flores junto a la puerta. En un día normal, los fans permanecen ahí un rato, como pasmarotes, acaso esperando que Serge se les aparezca en epifanía, y que Jane les invite, con un gin-tonic, un cigarrillo en la mano y la melena revuelta, a entrar a su vida de divinos de la Rive gauche, para sacarles de la mediocridad de la propia. JB era hija de un héroe de guerra, oficial de la Royal Navy, y de la musa de Noël Coward. Ella fue la de Gainsbourg, después de haberse casado con John Barry – autor, entre otras, de la BSO de "Memorias de África"-, con quien tuvo una hija, Kate, que murió en trágicas circunstancias hace diez años. Gainsbourg cantaba mal, pero era un ser extremadamente sensible y decía cosas de un prodigioso absurdo, como que Dios era un fumador de habanos. Era uno de esos románticos que esconden su vulnerabilidad tras la cortina de humo de su cigarro y cuyas neuronas están hechas de poesía. No en vano, su piano está hoy en el fumoir del Castel, un club mítico del distrito VI. Con esa actitud de enfant terrible, sedujo a las mujeres de toda una época, y le hizo el amor a la época en sí. Birkin se sobrepuso al síndrome de Rebeca de la Bardot y supo, junto a él y a veces a pesar de él, convertirse en un símbolo más allá de lo sexual, y más adelante en guardiana del recuerdo que esa “golden couple” dejó en el imaginario, un binomio que sintetizaba un tiempo que entró en los anales, y que representaba una forma de vivir a la "parisienne". Tanto fue así que la casa Hermès le puso su nombre a un bolso que será por lo que la posmodernidad la recuerde, sin saber quién fue Jane Birkin. Mejor eso que nada. Aquella fue la última vez que Francia marcó tendencia. Desde entonces, todo es inercia. Birkin parecía intuir qué (con tilde) haría historia y apareció en dos películas icónicas: 'Blow-up' (1966) y 'La piscina' (1969), con su aire evanescente y sexual de eterna quinceañera alérgica al sujetador. Con esas dos actuaciones tiene uno la leyenda hecha. Una vez, sería 2008, la vi cantar en un pequeño concierto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. En aquel entonces nunca supe que mis huesos acabarían un día en París, en un piso de su barrio, a unos metros de su palacio grunge, y me dije que uno no tiene la oportunidad de ver a una leyenda urbana a tres metros todos los días. No tenía voz, pero su susurro, esa sensualidad francesa con acento british y sus labios en "o" mientras cantaba "Arabesque", ese carisma que da ser quien uno es y ha sido, salvaron un concierto que tuvo el perfume mustio y algo oriental de lo mítico. Queda su hija Charlotte, magnífica actriz y cineasta, como heredera de un apellido que, en un país de cultura e iconos paganos como este, es título de nobleza. Que perviva el recuerdo. DEP.