Observatorio

La legitimidad de la democracia española

Carles Puigdemont.

Carles Puigdemont. / EP

El abogado de Puigdemont va a tener difícil convencer a las instituciones europeas de la ilegitimidad de la democracia española. Sería la única pseudodemocracia conocida que, desde hace décadas, no sólo permite que los que la impugnan conserven su poder, sino que, además, y aunque el electorado le retire parte de su apoyo, aumente su capacidad de decisión. Y respecto de la ilegitimidad del poder judicial, difícil será demostrar una dependencia clara del poder político, cuando este no se pone de acuerdo ni para renovar su estructura desde hace un lustro, dejando a su aire a sus actores.

Esta evidencia es el resultado electoral del pasado domingo. A pesar de que las fuerzas secesionistas pierden peso relativo en sus territorios, su capacidad de decisión sobre el gobierno del Estado es más intensa. La ola en la que estas fuerzas vienen montadas se fundó en el discurso de que España los oprime, pero lo que sucede en realidad es que ellas aumentan su poder. En todo caso, han logrado imponer la imagen de que su reivindicación es irreversible, que hay que concluirla como un proceso natural. Y así, con independencia de su apoyo popular y al margen de otra consideración política, Junts pone encima de la mesa la asignatura pendiente: referéndum de autodeterminación.

Veamos la escena. En un plato de la balanza, ayudar a formar un gobierno normal con siete diputados; en el otro, la decisión histórica más relevante desde el Compromiso de Caspe. No parece muy equilibrado. Por otra parte, hemos visto que la aspiración de las fuerzas nacionalistas en cada uno de sus territorios no es precisamente lograr una democracia más plural que la española. Eso dicen las relaciones del PNV con Bildu. Las fuerzas nacionalistas son garantía de la pluralidad de la democracia española, pero no son garantía de su pluralidad interna. Se mire como se mire, la independencia política de sus territorios no traería como consecuencia la defensa de la pluralidad en ellos.

Por eso cabe preguntarse: con el 27% de los votos independentistas en Cataluña, ¿es una urgencia el referéndum de autodeterminación? Desde una política realista, resulta evidente que no es el mejor momento para plantear esa exigencia de máximos, ya que correrían el alto riesgo de perderlo. Si se plantea, es porque a un año vista de las elecciones catalanas poner ese horizonte sobre la mesa sería la manera de movilizar a su propio electorado. ¿Pero de verdad se tiene la convicción de que el electorado responderá como un resorte cuando de nuevo le lancen el señuelo de la independencia? ¿De verdad se cree que la decepción de lo que ha ocurrido desde 2017 es tan superficial? ¿De verdad se supone que el desencuentro entre la sociedad catalana y los líderes independentistas procede de que estos no han sido suficientemente radicales en la apertura del proceso revolucionario que proclama Puigdemont?

La peste de la política reside en la percepción distorsionada de que existe un punto de palanca que se puede activar y así, de golpe, resolver todos los problemas. La política es lucha eterna de posiciones, intereses materiales e ideales, y sea cual sea la situación en la que nos encontremos, esas luchas reemergerán. El prestigio de la revolución, la excepcionalidad, la soberanía, todas esas zarandajas, es creer que existe esa palanca. Eso es lo que cree Vox y lo que creyó Feijóo: la palanca de derogar el sanchismo. Eso es lo que creyó la ola del 15M y eso es lo que cree el independentismo. No hay tal palanca. La ciudadanía lo dijo el domingo pasado. Lejos de considerarlo como un escenario de ingobernabilidad, este resultado electoral es el que hay que gobernar. La política no es acabar con las fuerzas en juego, sino articularlas en algún equilibrio.

El acelerón que ha llevado a Sánchez y a Sumar a un buen resultado ha sido precisamente que eran fuerzas que apostaban por el equilibrio y por la necesidad de reconocer la pluralidad. En una situación semejante, lo único relevante en política es el sentido del equilibrio. Feijóo no puede atenderlo. Pero también sabemos que hay poderosas inclinaciones hacia el exceso, por mucho que las condiciones objetivas poco a poco hayan impuesto cierta pedagogía de los límites. El gran dilema sigue siendo formar parte del equilibrio, con la aceptación del marco que lo hace posible, o una impugnación de la democracia española que no será persuasiva ante ningún observador. Pues ¿cómo impugnar la democracia que te concede un plus de poder adicional para ser una parte decisiva de esos equilibrios?

Eso lo han visto Otegi y Esquerra Republicana. Exigir que las inversiones del Estado en Cataluña (y en otras autonomías) mejoren, o que los servicios de trenes de cercanías pasen a una administración más cercana al usuario y mejor conocedora de sus dificultades, es una reclamación de normalidad atendible y justificable por el interés general. Pero si Junts se desmarca de esta orientación será percibido como productor de una más de las riñas internas con ERC, en su estrategia de búsqueda de hegemonía. Algo instrumental, no realista. Pero sorprendería que esa inclinación hacia una normalización en el reconocimiento de la legitimidad de la democracia española por parte de las fuerzas que hasta ahora basaban su prestigio en impugnarla no fuera apoyada por el Estado con la búsqueda intensa, sincera y urgente de reconstruir la normalidad política democrática, cerrando lo más rápidamente posible la época del 1O de 2017 y de sus consecuencias penales.

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