Isla Martinica

Libros

Los libros son lo que sus lectores quieren que sean. Poco puede hacer la autoría ante ello, sólo aceptarlo y, en más de un modo, celebrarlo porque significa que la obra tiene vida propia, que ha logrado sublimar las páginas que lo contienen

Hay libros que se recuerdan por su historia, incluso por su título, y, con el paso de los años, se vuelven referencias ineludibles en la vida personal de cada uno. Libros que, en suma, cambian la vida del lector hasta el extremo de que la realidad ya no es la que era. Es como una iniciación, una puerta a un mundo desconocido. Libros que, como Pedro Páramo, de Juan Rulfo o Cien años de soledad, de García Márquez, proponen un modelo de relato distinto, siempre novedoso y a menudo hipnótico. Sin embargo, por muchos que sean los géneros literarios, por numerosas que sean también las invitaciones a traspasar aquella puerta ceremonial, sólo hay una certeza en la aventura de la lectura. Cada obra, por no decir cada palabra, dependen de un soberano, de una voluntad suprema, que está más allá del autor y del crítico. Sobre todo, del crítico, de ese «parásito del artista», en la sabia inteligencia de Jardiel Poncela, un dramaturgo hipócritamente olvidado y que no estaría mal que se volviese a representar en las salas de hoy en día. La soberanía de la que hablo entraña, en sí misma, una lección de libertad, un ejercicio íntimo del gusto personal, quizá una maduración estética, aunque, en un principio, no se muestre como tal. Pretenden algunos que los libros nos escogen, que salen a nuestro encuentro y, finalmente, se apoderan de los lectores como si fuesen sus presas. Uno no lo ve así. Al contrario, son los individuos, ávidos de experiencias, los que, de un modo consciente o, por lo regular, inadvertidamente, obedecen a un ciego instinto en busca de aquello que les resulte oportuno a su existir.

Los libros son lo que sus lectores quieren que sean. Poco puede hacer la autoría ante ello, sólo aceptarlo y, en más de un modo, celebrarlo porque significa que la obra tiene vida propia, que ha logrado sublimar las páginas que lo contienen. Mi libro, el que consiguió aunar los intereses del adolescente que fui y del declarado amante de la vida marina que aún soy, tiene por título un encabezamiento maravilloso, Veinte mil leguas de viaje submarino, un folletín que me cautivó hasta el extremo de que no he vuelto a hojearlo por no deslucir aquella primera y única lectura. Aquel fue su momento, el que uno necesitaba. No es que le reste relevancia al autor, más bien todo lo contrario. El que llega a la esencia de una obra, termina por admirar el talento del que la escribió, su singularidad, pero es que esta misma se reproduce en cada uno de los que se acercan al título en busca de una nueva experiencia.

Negar esta evidencia es semejante a impedir el desarrollo de las libertades en general y el pensamiento en particular. Por ejemplo, mi vocación por las honduras del pensamiento no partió de ningún texto filosófico al uso, sino que prendió de un relato enigmático, tan evanescente como finamente escrito, un regalo de la pluma de Goethe, protagonizado por un sabio atormentado que presta su propio nombre a la composición, el Fausto que todo lo ansía y al que todo se le niega. Un libro que es literatura, pero también filosofía.

En definitiva, los libros conforman una tradición, un canon que diría el clásico, pero, por encima de esto, son una manifestación del poder creativo y de la libertad del lector frente a él. Sólo cabe comprender lo primero, tanto como asumir lo segundo. La lectura nos hace crecer como personas, madurar, ya que los libros verdaderos, los esenciales, nos devuelven a un mundo que está en la parte más oculta de nuestro ser. Hace unos años, me fotografié a los pies del monumento al Capitán Nemo, en las mismas puertas del Museo Verne de la ciudad de Nantes, y la expresión que refleja mi semblante de aquel entonces únicamente la entenderán aquellos que han disfrutado con un libro, su libro.

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