El lápiz de la luna

Recuerdos de verano II

Recuerdos de verano II

Recuerdos de verano II / Bowden Images

Elizabeth López Caballero

Elizabeth López Caballero

Muchos de los recuerdos más dulces de mi infancia los tengo de mis vivencias en casa de mi abuela. Vivía en un pueblo al que le decían «el barrio sin ley» aunque en realidad se llamaba «La Viña». Jamás supe de niña por qué le habían agenciado aquel nombre al lugar, quizá porque era de las más pequeña de los nietos y nunca se nos tomaba en serio. Lo que sí sé es que, a pesar de tremenda carta de presentación, la gente no le temía a un lugar con calles que se llamaban Sinceridad, Amistad, Nobleza o Prudencia y en el que cuando te cruzabas con algún conurbano te saludaba con un: «Oooouppp», lo que venía a ser «adiós, usted». Se podría decir que más bien era un barrio de espíritu sosegado en el que casi todos los vecinos dejaban la puerta abierta con el gancho durante la siesta. Eso sí era ley. Después de almorzar todas las familias tenían que reposar la comida. Motivo por el cual siempre volvía gorda de mi estancia en aquella casa a la que todo el mundo iba a beber café a las cinco de la tarde. Eso también era ley. Alguna vez pude escaparme de la dichosa siesta, lo hacía cuando el sueño vencía a mi abuela, que podría haber sido una de las mejores centinelas de la Isla. En esos momentos de libertad me gustaba pasear por el barrio. Cruzar por el barranco e irme a la zona cuyas casas parecían estar a punto de precipitarse ladera abajo. O subir por la escalera de barandilla verde y viviendas blancas a ambos lados. A veces solo me sentaba en la acera a observar los hogares cristalizados a través del fuego que emanaba del asfalto. Creo que fue en esa época cuando descubrí el sonido del silencio. El barrio sin ley además también carecía de altercados. Nunca vi discutir a nadie. Ni me hice eco de un robo o algún incidente, tal vez se deba a la inocencia de la edad. Pero ni siquiera poniendo la oreja cuando los mayores hablaban pude atisbar el más mínimo peligro entre las vías que me estaban viendo crecer. De mis placeres favoritos por aquel entonces estaba ir a comprar a Ca Isabelita, porque siempre alcanzaba alguna golosina. Y amanecer con el canto del gallo. E ir siempre descalza y con el pelo enredado. Además de jugar a los boliches usando los agujeros del suelo de cemento que había en una de las habitaciones. ¡Ah!, y el arroz con leche que hacía la madre de mi madre o comer caramelos de nata que luego pasaba horas despegándome de las muelas. Hace unos días le pregunté a mi madre por qué le decían al pueblo de su niñez –y de la mía– el barrio sin ley. Me contó que lo llamaban así por el sistema anárquico de sus construcciones, viviendas fabricadas por los propios aparceros que emigraron de otros lugares de la Isla porque trabajaban en la zafra de los tomateros y así evitaban largos desplazamientos. Intenté recordar la arquitectura de mi pasado y la explicación de mi madre cobró todo el sentido. El barrio sin ley tenía su propia personalidad, como la tenía su gente de aquel entonces.

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