Observatorio

Soles verdes

El Betis, con fútbol y goles, supera a un inofensivo Valencia (3-0)

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Care Santos

El mundo se adapta a todas las diferencias, a las necesidades de cualquier colectivo, por pequeño que sea. Es un avance hacia la civilización y la humanidad. Pero hay lagunas. Por ejemplo, los daltónicos. No son, técnicamente, discapacitados. Lo suyo es una «afección» o una «alteración», según la Wikipedia. Un «defecto», según el DRAE. La mayoría de ellos lleva una vida normal, en parte porque en la mayoría de las actividades cotidianas distinguir los colores no es tan importante y en parte porque han aprendido a trampear aquellas situaciones en que sí lo es.

Conozco el tema. Mi marido es daltónico. En los semáforos más modernos –los de luces led–, no distingue la luz roja de la ámbar (el verde lo ve distinto, pero es uno de los colores que no reconoce, así que lo ve casi blanco o muy parecido a lo que los demás llamamos blanco). A pesar de todo, mi marido sabe que la luz roja de los semáforos está arriba y la verde abajo, y por tanto, se detiene cuando toca y arranca a su debido tiempo. Y además es buen conductor.

Lo mismo le pasa en otras situaciones. Cuando nuestros hijos eran pequeños, había profesores que detectaban si a nuestros hijos los había vestido su padre viendo las combinaciones de colores que lucían. Los tonos complejos son para él una falacia: el verde azulado, el azul violáceo, el blanco roto… inimaginables.

El naranja y el verde son la misma cosa. Hasta bien entrada la treintena, pensó que el césped de los campos de fútbol era naranja. Los amarillos –salvo el canario– se le mezclan con los verdes. Por eso, de niño, en el colegio pintaba soles verdes. Por cierto: nadie se dio cuenta de lo que le ocurría, ni en el colegio ni en casa, hasta que él solito lo descubrió a los 17 años.

Hasta hoy su daltonismo solo le ha acarreado dos consecuencias indeseables: no poder optar a pilotar un avión, como soñaba de adolescente y como llegó a imaginar algo mayor, y no poder disfrutar de una buena pinacoteca. Confieso que me entristece saber que Van Gogh para él no es lo mismo que para mí, por poner un ejemplo entre muchos.

Y está el fútbol. Nadie piensa que si dos equipos salen al campo con camisetas rayadas de distintos colores, tal vez un daltónico las verá todas iguales. Que ciertos balones tienen una gama tan desafortunada de colores que para un daltónico se confunden con el césped. Y claro, si no ves dónde está la pelota ni sabes quién juega con quién el fútbol pierde encanto. A mi marido le gusta el fútbol. Y casi siempre se resigna ante estas cosas.

Resignación

Me da que esa resignación también es común a muchos daltónicos: están acostumbrados a que nadie les haga mucho caso, a que todos traten lo suyo como una curiosidad, una rareza que aliña las conversaciones. Ni siquiera sabemos cómo llamar a lo que les pasa: ¿peculiaridad, deficiencia, anomalía, alteración, defecto, afección…?

Hace unos días Óscar de Marcos, jugador del Athletic de Bilbao, reveló que es daltónico. Dijo muchas cosas que me son familiares desde hace años: su imposibilidad de ver el rosa, su modo de trampear para distinguir colores que para él son indistinguibles, sus dificultades con los tonos de las camisetas, sus problemas para describir cómo ve algo o la rabia que siente cada vez que alguien le formula la dichosa preguntita: «¿Y tú, de qué color ves esto?».

Deberíamos meditarlo. Un 8% de la población padece daltonismo. De momento, podríamos ocuparnos del deporte, empezando por los colores de las equipaciones y los balones. Luego, quién sabe, tal vez podremos hacer algo con las pinacotecas.

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