Observatorio

La misión en la Tierra de Frank Rubio

La misión en la Tierra de Frank Rubio

La misión en la Tierra de Frank Rubio / La Provincia

Carol Álvarez

Hace casi un mes que Frank Rubio, el astronauta que ha batido el récord de permanencia de un estadounidense en el espacio un poco por accidente, pero ahí está, en la Historia, campa por la Tierra. Imagino que la NASA le tuvo un tiempo en observación cuando regresó, él mismo contó que necesitaría unas semanas para aclimatarse de nuevo a nuestro planeta. Pero lo que me gusta de verdad imaginar es que ha logrado cumplir su sueño: cuando aún estaba en el espacio confesó que había sido un duro golpe para él tener que extender su estancia en la Estación Espacial Internacional, prevista inicialmente para seis meses, y que ha sido del doble de tiempo. Si lo sé no vengo, vino a decir con total sinceridad. Le pesaba mucho no estar con su familia, y lo del récord que ha batido está bien, claro, pero no se apuntó a la misión para estar tanto tiempo alejado del hogar. Reveló que añoraba muchísimo otra cosa más sorprendente. El silencio. Dijo que aunque igual no lo parece, en la estación están permanentemente sometidos a los sonidos de las máquinas que los rodean, las 24 horas del día, y que uno no puede acostumbrarse. Lo quiero imaginar ahora ya en su casa de Miami, en el jardín, en una hamaca envuelto en silencio.

No sé dónde vive en Miami y deseo que haya encontrado ese silencio que yo siempre creí que estaba ahí fuera, justo donde las estrellas, pero que tampoco, al menos hasta que no avance más la tecnología.

En Barcelona, en la mayoría de nuestras ciudades, ese silencio que ansiaba tanto el astronauta Frank Rubio es una quimera. Yo lo he buscado a ratos, en tiempo de ocio, pero se diría que una batuta invisible coordina los ruidos como si integraran una orquesta donde los instrumentos van irrumpiendo, a veces de forma sucesiva, a veces en sinfonía, pero empecinada en no dejar de tocar un segundo. Los coches y motos, autobuses, desde las seis de la mañana. Las charlas y risotadas, gritos de niños, a la entrada y salida de colegios. Las cotorras y gorriones y gaviotas y mirlos, según el rato o la zona. La música de bares o espectáculos o terrazas.

Intenté cazar el silencio algunas noches calurosas de este largo verano, pero siempre lo rompía un grupo de gente que trasnochaba, una moto, el camión de la basura y las animadas charlas de sus trabajadores. Una de esas noches, cuando creí atrapar esa mágica hora muda, hacia las cinco de la mañana, una música y un motor rasgaron el silencio. Me asomé al balcón y creí estar soñando. Un taxi subido a la acera en la plaza que hay frente a mi casa daba vueltas con las ventanas abiertas y la canción Skyfall, la de la película de 007, a todo volumen. Me resigné ante la fatalidad, ante la imposible búsqueda del silencio tras las olas de sonido que no cesan.

La ciudad es muy ruidosa, de una forma sólida y permanente, aunque por lo general solo nos quejemos cuando los fines de semana se lía en la calle por la noche o en aquellas zonas particularmente perjudicadas por el tráfico. Las últimas quejas, que son las primeras, planteadas por los vecinos de patios de escuela cuando la chiquillada se adueña del recreo se han achacado a una herencia de la pandemia. Y sí, descubrimos el silencio por unos meses y su efecto fue tal en nuestras vidas que lo añoramos y queremos recuperarlo. Igual que se organizan días sin coches, ¿por qué no planteamos franjas horarias silenciosas? El espacio público siempre ha sido difícil de gobernar, pero si se habilitan rutas para que los niños puedan ir en bici, o, como se hace en algunas ciudades, se prohíbe fumar en avenidas y parques, por qué no apostar por una cultura urbana más silenciosa? La pacificación de las calles también es eso. Así quizá hasta logremos salir de la lista de ciudades más ruidosas según la Agencia Europea Ambiental (EEA).

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