Isla Martinica

El señorito y la curia

Carles Puigdemont junto a Oriol Junqueras en Waterloo.

Carles Puigdemont junto a Oriol Junqueras en Waterloo.

En lo sucesivo, habrá que acudir a Waterloo a recibir lecciones de constitucionalismo. Dicho así, parece una broma, pero nada más lejos de la realidad. Un prófugo de la justicia, un enemigo declarado de España y los españoles, a los que considera poco menos que infrahumanos, es el profesor que enseñará a partir de ahora la Constitución a los sorprendidos compatriotas. Una sorpresa que, sumada a las declaraciones de la representante de Bildu en las Cortes Generales, por las que solicitaba el expreso reconocimiento del independentismo en el mantenimiento de la democracia, resultan tan chocantes como definitorias de los tiempos que corren.

En fin, todo esto me recuerda un viejo cuento de mi madre, que en gloria esté. Quismondo, un pueblo real, el suyo y en parte el mío, reclama para sí una atención que va más allá de lo puramente anecdótico. En el de doña Alejandrina, la historia que le tiene por escenario, narra un acontecimiento que, a la luz de la situación política actual, es muy posible que llegue al corazón de los lectores. Conforme a su particular relato, a la conclusión de la Guerra Civil, un desconocido señorito de ciudad se paseaba sobre un flamante auto de última generación por los pueblos de Castilla sin hacer miramientos a los viandantes que salían al paso del vehículo. En un gesto de extrema soberbia, al escuchar las voces de los atemorizados moradores, soltaba a plena carcajada que «tenía pagada la curia», en alusión a los jueces de las Salesas de Madrid. Los pobres labradores, pegados al terruño, no habían disfrutado en la infancia de la oportunidad que brinda la educación y, por lo tanto, no salían de su asombro al oír la palabra final del niñato. Aunque ignoraban el significado, algo intuían del tono con el que era pronunciada por el jovenzuelo, y no precisamente bueno.

Esta es la imagen, si nadie en su sano juicio lo remedia, que veremos producirse cuando Carles Puigdemont entre triunfante en España al promulgarse la futura ley de la amnistía. Al igual que aquellos habitantes de La Mancha, en los principios de la posguerra del 36, pocos entenderán el porqué de esta humillación. El señorito, espléndido y ufano, se paseará por un país mancillado, roto por la derrota de la razón y el derecho, y, cuando alguien se atreva a echarle en cara el más mínimo reproche, responderá con las mismas palabras que aquel otro desvergonzado entronado en su brillante Cadillac. Al tener pagada la curia del Estado, nada le ha de pasar por asfixiante que sea la sensación de sometimiento a un huido de la justicia. Parafraseando el título de un hermoso cuento de Jürg Schubiger, España se irá de excursión, dejará de estar, quizás de existir –ojalá que no–, cuando el presunto delincuente se ría de una nación que no se lo merece en absoluto.

Y yo me pregunto: ¿qué hará usted, amigo lector, ante una provocación que roza el insulto a la cara? Piense bien la respuesta porque, de sus palabras y actos, depende el futuro y la dignidad del país de doña Alejandrina, convertida ya en la madre de todos.

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