Observatorio
Navidad sin Natividad
Es ya casi un tópico que las fiestas navideñas están perdiendo su original sentido religioso, o, si se quiere, espiritual. Ahora asistimos a competiciones entre alcaldes a ver quién levanta el árbol más alto o quién enciende el mayor número de luces de colores. Nos perdemos entre las multitudes que atiborran los centros de las ciudades en un frenesí de consumismo. Nos entregamos a un empacho de grandes comilonas a base de alimentos que nos resultan prohibitivos el resto del año. Celebramos y celebramos, pero ya no sabemos muy bien qué. Es un celebrar por celebrar.
En un tiempo no muy lejano, en un intento de dar un sentido a tanta celebración, hubo quien propuso sustituir la fiesta religiosa por los primitivos festejos del solsticio de invierno, que afortunadamente no caló en la población. Lo cierto es que, en un mundo esencialmente urbano, resultaba un tanto trasnochado celebrar el renacimiento del sol –los días empiezan a crecer– y el final de los duros trabajos de la siembra de invierno en el campo.
Con la pretensión de poner al día las tradiciones religiosas, se han acometido incluso acciones esperpénticas. Este mismo año, en Sevilla, ciudad con gran tradición belenística, el artista Antonio Borrero, Capi, ha decidido crear un belén inclusivo. Para ello, ha prescindido de la Virgen María, y la ha sustituido por un segundo San José en un intento de reivindicar como sagrada familia la de una pareja homosexual que adopta un niño.
Que la Navidad ya no es lo que era parece evidente. Se va quedando en una fiesta para niños que los mayores hemos de sobrellevar. Todos idealizamos la ilusión perdida de nuestra niñez: el ambiente festivo, el juego de construir el belén, las grandes reuniones familiares, el desasosiego ante el misterio de la llegada de los Reyes. En mi memoria permanecen imborrables aquellas Nochebuenas multitudinarias, en las que nos reuníamos más de 30 personas entre máquinas de coser y enormes piezas de tela, en el bajo comercial de mis tíos sastres, acondicionado y adornado para la ocasión.
Asistimos a una pérdida del valor y el prestigio de la familia. Se refleja en el lenguaje. En estas fiestas se volverá a repetir hasta la saciedad el chiste: ¿qué tal las Navidades, bien o en familia? Una de las citas más sobadas y recurrentes es la del inicio de Ana Karenina de Tolstói: «Todas las familias felices se parecen, pero las infelices son cada una a su manera».
Hasta las estanterías de las librerías están llenas de libros sobre los traumas familiares. Basten sólo unas muestras. Leticia G. Domínguez, que acaba de publicar «Papá nos quiere», aseguraba hace poco que «la familia no siempre es lugar de cuidados y refugio, por mucho que socialmente nos empeñemos en decir que en las familias todo se hace en nombre del amor». Juan Vilá definía su novela «1980» como «la historia de una familia normal, es decir, tarada». O Sara Mesa, tan alabada por «La familia», confesaba que «me generan dudas, muchas dudas, todas esas visiones idealizadoras y románticas de los lazos familiares, que tienen mucho de obligación».
Hemos de reconocer que estas fiestas son también momentos de confrontación. Un amigo me comentaba estos días que, dado el clima de crispación que vive el país, en su familia han elaborado una lista de cuestiones a evitar durante las reuniones navideñas. Incluso periódicos y revistas tratan de ayudarnos con informaciones como estas aparecidas esta semana: «Temas de conversación para triunfar en la cena de Nochebuena», «Diez asuntos de los que hablar para no discutir de política» o «De qué podemos hablar (y de qué no) en la comida navideña».
Con la familia nos pasa un poco como con Santa Bárbara. Nos acordamos de ella cuando amenaza tormenta y necesitamos refugio. Son múltiples los ejemplos. En la pasada pandemia, el papel de las familias fue esencial para sobrevivir al aislamiento y a la soledad. Ante las sucesivas crisis económicas que hemos padecido, no han sido pocos quienes han tenido que buscar sustento en las pensiones de padres y abuelos. Cuando una enfermedad o una adversidad nos deja desvalidos, al final quien está siempre ahí es la familia.
En las Navidades, la familia recupera su protagonismo. Ya sea por los anuncios –cursis para muchos– que recrean emotivos reencuentros familiares, porque en medio de tanto festejo la soledad se hace más dolorosa o porque son fechas en las que siempre echamos de menos «a los que ya no están». Por mucho que pierdan su sentido original y no sean pocos los que dicen «odiar» estas fiestas, sigue habiendo motivos sobrados para que nos deseemos «Feliz Navidad».
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