Reseteando

Corrupción vampírica

El estallido del caso Koldo, el chico para todo de Ábalos en su etapa de ministro, nos lleva a visualizar la catadura moral de estas mentes ávidas de un presunto enriquecimiento ilícito mientras el resto lucha por no caer en las garras del covid

José Luis Ábalos y Koldo García Izaguirre.

José Luis Ábalos y Koldo García Izaguirre. / EFE

Javier Durán

Javier Durán

Resulta frustrante y a la vez enigmático que los presuntos manejos para rebañar al máximo las arcas públicas con la venta de mascarillas no alcance, en medios políticos, la categoría de corrupción, o que no se verbalice como tal. La idea bandera es que los estraperlistas detectados ponían los márgenes de beneficios que consideraban, y que el Estado o la autonomía de turno compraba a la desesperada. La coyuntura de emergencia rebajaba los controles de cualquier contrato público, también la más básica: esmerar la vigilancia de los pagos para evitar la arbitrariedad y unos beneficios contrarios a un equilibrado funcionamiento de la administración. A la vista está que estos requisitos no se cumplieron o se banalizaron, y que los oportunistas corruptos (no solo negociantes) utilizaron el relajamiento para introducir (a veces fallido) su género. Lo sucedido en pandemia demuestra, de todas todas, el grado de corrupción al que nos veríamos abocados sí en este país no existiesen los debidos cortafuegos para cerrar contratos con las administraciones.

El estallido del caso Koldo, el chico para todo de Ábalos en su etapa de ministro, nos lleva a visualizar la catadura moral de estas mentes ávidas de un presunto enriquecimiento ilícito mientras el resto lucha por no caer en las garras del covid. Un personajillo de poca monta que se cuela en el sistema, un ave rapaz revestida de un poder mafioso a la que todos tienen miedo y que consigue la capacidad de influencia necesaria para meter en el engranaje a otros dispuestos a conseguir el maná en un momento donde la vida no valía nada. Mientras usted y el de más allá enterraban a familiares o amigos, este Koldo y otros, quizás hasta un reguero en el mapa autonómico, establecían sus redes de suministro vampírico, deseosos de chupar al máximo de las arterias estatales. Con el dinero manchado con los esputos provenientes de la neumonías covidianas, adquirieron bólidos, yates, casa de lujos y mandaron dinero a los paraísos fiscales. Por ahí van diciendo que lo único que hicieron fue ofrecer ayuda samaritana frente a la emergencia, como si fuesen suministradores de armas de unos rebeldes contra un autócrata. El blanqueo sentimental de un comportamiento contra el que no cabe ningún tipo almíbar. Son una escoria.

Al igual que en tantas ocasiones del catálogo de corruptelas nacional, un rebosadero de picarescas que nunca acaba de sorprendernos, vuelve a la mesa de billar la sobada cuestión de la responsabilidad política. No se trata de un asunto fácil en un contexto donde nadie quiere poner fin a su trayectoria, cuando ni vio, ni olió o ni escuchó que bajo su tutela se hacían negocios rechazables. La resistencia panza arriba, desde los inicios democráticos, ha sido adobada con todo tipo de justificaciones: sólo ha sido imputado (ahora investigado); no hay sentencia firme; el supuesto delito carece de suficiente importancia para una dimisión...

Y estos días aciagos observamos, además, que hay un empeño por circunscribir las fechorías a cuatro mangantes con los que había que cerrar con vendas en los ojos unos suministros esenciales, a sabiendas de que los susodichos no eran más que serpientes venenosas. Todos conocemos de sobra la odisea para regar los territorios de mascarillas. El servicio prestado y el resultado alcanzado entre comisionistas, agentes, intermediarios y gente de toda ralea es encomiable. Pero el Estado, el imperio de la ley que todos cumplimos, no puede permitir que nadie ser ría a su costa, presumiendo en la barra del bar de su habilidad para exprimir los negociados sanitarios. Por suerte, hubo día después de la pandemia. Algunos creyeron que no iba a ser así y que empezaba el viaje a su Honolulu particular. Hay que darles su merecido.

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