Vestidos con su reconocible uniforme de camisa blanca, pantalón oscuro y gorra de plato, defienden desde furgones blindados hasta cafeterías o farmacias, para asombro de los extranjeros e indiferencia de los locales, que ya están tan acostumbrados a ellos que no se sienten intimidados por su presencia.

Los guardias forman parte de la cultura popular filipina y como el "jeepney" (colorido vehículo de transporte público), su imagen aparece en las camisetas que se venden a los turistas.

En los aeropuertos, inspeccionan cada vehículo en busca de bombas, mientras a la entrada de los centros comerciales, cachean a todos las personas bajo un cartel de "Por favor, deposite aquí sus armas", característico de Filipinas.

Son empleados de forma tan profusa por todo el archipiélago que casi 674.000 filipinos -el 0,75 por ciento de la población de 90 millones de personas- están apostados oficialmente como guardias, indican fuentes de la entidad concesionaria de licencias, SASGD.

Cerca de la mitad de ellos trabaja en la capital, donde cada día se cometen decenas de atracos, secuestros y tiroteos.

De esta forma, la seguridad privada se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del país, gracias a la enorme demanda de estos servicios y la amplia oferta de mano de obra barata.

El sector ha crecido tanto que ya organiza ferias y simposios a los que asisten la presidenta, Gloria Macapagal Arroyo, y los jefes de la Fuerzas Armadas y la Policía.

Sin embargo, las vetustas escopetas que llevan al hombro son obsoletos modelos de segunda mano descartados por los militares, confiesa el vigilante de un bloque de viviendas.

Sin embargo, cualquier establecimiento que se precie dispone de al menos uno al módico precio de 14.200 pesos (unos 300 dólares) al mes en Manila y apenas 8.050 pesos en la empobrecida isla de Mindanao, según las tarifas de Bavspia, una de las mayores empresas de seguridad privada del país.

En algunos comercios, los guardias son también los encargados de abrir la puerta a los clientes o llevar el registro de los pedidos, mientras en los edificios de viviendas apuntan el nombre de cada persona que entra o sale, un grado de control considerado "normal" y defendido por la mayoría de los filipinos.

Al ser contratados por las empresas, cada guardia recibe un curso básico de escolta y formación específica en manejo de armas de fuego antes de obtener su permiso, explica a Efe Jay Rosales, vigilante de una cafetería de una cadena estadounidense de Makati, el distrito financiero de Manila.

"Nos enseñan a disparar y reducir a un sospechoso, pero a mí nunca me ha pasado", comenta mientras luce orgulloso su escopeta recortada ante la mirada curiosa de algunos clientes.

Muchos de sus compañeros no tienen tanta suerte, y tantos pierden la vida cada año como "daños colaterales" en todo tipo de sucesos violentos que las compañías han dejado de informar de sus muertes por temor a perder clientes, de acuerdo a un empleado de SASGD quien prefiere mantenerse en el anonimato.

Sin embargo, Rosales se queja de su paupérrimo sueldo, sin seguro médico ni vacaciones, sufrir a la intemperie maratonianas jornadas laborales de doce horas y tener que desembolsar 10.000 pesos (algo menos de 200 dólares) cada dos años para renovar su licencia.

Filipinas es una nación obsesionada por la seguridad, dado el alto índice de criminalidad y la actividad de la rebelión musulmana en el sur y la comunista repartida por todo el archipiélago.

Las páginas de sucesos de los diarios manileños relatan cada día el reguero de víctimas de actos violentos, cuyos responsables logran eludir la acción de la justicia mediante el pago de un soborno.