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"Tuve que escapar como si fuese yo la criminal"

Una joven relata cómo huyó de su tierra cuando su maltratador salió de prisión: "Si me encuentra sé que me va a matar"

Una imagen de Daniela -nombre figurado- de espaldas. lp / dlp

Como en muchas relaciones entre veinteañeros, Daniela -nombre figurado- encontraba un toque entrañable en las actitudes celosas de su novio. A esa edad, explica, a las jóvenes se les enseña que sus parejas reaccionan así por cariño, porque les importan. Con esta inercia aprendida aguantó años que le parecieron siglos de insultos y palizas antes de denunciar. Para entonces lo habitual ya era que el agresor no se conformase con despertarla a puñetazos de madrugada, sino que se animaba a despertar también a sus hijos para que presenciaran la escena al dormitorio. El primogénito advirtió a su madre: "o denuncias o me voy de casa". Y denunció, aun siendo consciente de que acababa de despertar a la bestia. "Recuerdo que ese día le dije a mi letrada que acababa de cavar mi propia tumba", reconoce.

Se dio por muerta porque salió de comisaría con una orden de protección, pero los policías le instaron a correr hasta su casa y encerrarse por si él decidía vengarse. "Tuve que escapar como si fuese yo la criminal", lamenta. No ha dejado de huir desde entonces. La última vez, cuando le notificaron que el maltratador saldría en libertad. "Lo dejé todo, también a mis padres", explica apenada. El que fue su marido quiso tener hijos muy pronto, y ahora Daniela entiende que fue su forma de "atarla" a él. "No sé cómo pude empezar una relación así, pero caí en las manos de un depredador", recuerda. Visto con perspectiva, la escalada en el maltrato es clara. Empezó de manera sutil, como siempre, para ir a más. Primero le prohibió ponerse escote, ropa estrecha y tacones. Después, pintarse los labios. Volver tarde del trabajo era un acto de rebeldía y cualquier gesto malinterpretado se volvía un detonante.

Las agresiones serias empezaron tras el nacimiento del primer hijo de ambos, cuando el consumo de alcohol servía de excusa para maquillar al día siguiente los golpes y tirones de pelo de madrugada: "Quise achacarlo todo al alcohol para no ver el infierno en el que estaba metida. Me puse a trabajar y cada vez que llegaba a casa me preguntaba de dónde venía, como si no lo supiese, para tener una excusa para pegarme". Llegó un momento en que ya ninguno de los dos veía la necesidad de ocultar lo que ocurría. "Ya sabía cuándo iba a pasar una de las gordas y le daba de cenar pronto a los niños para acostarles temprano". Hace memoria, repasa recuerdos y sentimientos: "Lo estaba pasando tan mal que en vez de vivir el nacimiento de mi hijo con alegría lo hice con lágrimas. No sabía cómo salir de aquello".

El punto de inflexión se produjo cuando el varón fue por primera vez capaz de agredirla también en público, a la salida del trabajo. Fue aquel día cuando su hijo la obligó a denunciar. Y entonces comenzó lo que Daniela considera "el verdadero calvario": tener que justificarse antes jueces y policías. Con su orden de protección en la mano, tuvo que acostumbrarse a vigilar sus espaldas constantemente, porque su agresor seguía intentando ponerse en contacto con ella y parecía cada vez más violento. Duró poco más de dos semanas en la calle tras quebrantar esta orden casi por sistema, pero las sentencias que figuran a su nombre están todas por debajo de los cinco años de prisión.

Lucha

Daniela peleó para que le facilitasen un teléfono móvil del Servicio Telefónico de Atención y Protección para víctimas de la violencia de género (ATENPRO), y lo empezó a llevar con ella a todas partes, en compañía de sus documentos con sus órdenes de protección y sentencias condenatorias. "Es surrealista que tú, la víctima, seas la que tengas que pasar miedo y no el verdugo. Debes estar constantemente preocupada por tu bienestar", lamenta. Este dispositivo, más adelante, le salvó la vida, porque grabó una de las llamadas de su pareja en la que la amenazaba con "pegarle dos tiros" y "degollarla". Fue condenado y no puede acercarse a ella en una década.

Pero ese no fue el final. La última huida de Daniela se produjo con el anuncio de que su verdugo salía de prisión. Aunque ella y sus hijos son víctimas y están protegidos por la orden de alejamiento, asegura que no se fía. El miedo y la experiencia la mantienen en vilo. De la noche a la mañana dejó su tierra para iniciar una huida que le permita encontrar un enclave donde empezar de nuevo. En su ciudad siguen viviendo sus padres y no sabe cuándo volverá a verlos. "Solo de pensar que el mes que viene es Navidad ya me da ganas de llorar", lamenta. Su familia y amigas no han vuelto a saber gran cosa. Nadie sabe dónde está salvo su letrada. "Yo soy consciente de que me va a matar si me encuentra, aunque haré todo lo que pueda para evitarlo", afirma. La historia de Daniela no es ni mucho menos única.

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