Su voz al otro lado del teléfono, entrecortada por la falta de aire, despide un aura de agotamiento no solo físico sino también mental. Luis Daniel Merino tiene 62 años y acaba de llegar a casa después de casi dos semanas de ingreso en el Hospital Universitario Nuestra Señora de La Candelaria. Por su diabetes, Merino y su familia han tenido un cuidado especial hacia el contagio, pero como él mismo señala, «el virus es oportunista» y finalmente logró colarse de lleno en su núcleo familiar. Culpa de ello a quienes no creen en las vacunas y a los políticos y jueces que no han apoyado las medidas para contener el virus en Canarias. Y al tiempo, se congratula de haber recibido la vacuna a tiempo y de haber podido disfrutar cuidados de los sanitarios, a pesar de estar límite de sus fuerzas. Si no hubiera sido por «la ciencia y los sanitarios», su historia hubiera sido muy distinta.

Luis Merino ingresó el 22 de julio en el centro hospitalario. Por aquel entonces la presión asistencial había obligado a abrir dos plantas de ingreso para pacientes Covid-19. Para cuando le dieran el alta ya serían seis las plantas ocupadas. Merino es diabético, pero procura cuidarse. «Intento caminar 8 kilómetros diarios, mi cuerpo entonces estaba fuerte», recuerda. Eso no impidió, sin embargo, que tuviera que correr a las urgencias hospitalarias tras varios días de fiebre muy alta, tos e, incluso, algún que otro desvanecimiento. Entró directamente a la planta 1 sin poder respirar. Esta planta está reservada para los pacientes de hospitalización más graves que, aunque no requieren UCI, sí necesitan apoyo para poder oxigenar sus pulmones.

«No había respiradores para todo el mundo», rememora el tinerfeño, que afirma que tuvo que esperar a que otra chica mejorara para que los sanitarios pudieran enchufarle a la máquina de oxigenoterapia de alto flujo. «Veía a los enfermeros corriendo de un lado a otro buscando máquinas; hacen todo lo posible para que esto funcione», asegura.

Porque para él, una de las piezas fundamentales de su recuperación han sido los sanitarios. «Llevan 18 meses ahí, están agotados y frustrados, y aún así siguen dándolo todo por los pacientes; a todos, sin distinción», recalca Merino. Solo tiene palabras de agradecimiento. Para el enfermero que salía de la habitación para cambiarse de guantes antes de realizarle el control de glucemia, a la limpiadora que acudía todos los días a desinfectar su habitación, al celador que le llevó en silla de ruedas cuando entró en Urgencias y los auxiliares que le bañaban en la cama después de largas jornadas de sudores fríos y aliviando su dolor. También a los médicos, que no escatimaron en fármacos disponibles para poderle salvar la vida. E incluso al personal de cocina, que cada día intentaba proporcionarle una dieta «equilibrada» basada en la ingesta de proteínas, con la que ayudaban al organismo de Merino a combatir el virus.

Cortados por el mismo patrón

Lo que más recuerda de su estancia es el miedo. «Todos los pacientes que sufren esta enfermedad pasan por una situación semejante», afirma. Recuerda haber llegado a su habitación por primera vez y haber visto al hombre joven con el que compartía habitación con la televisión encendida pero mirando al vacío. En tan solo unos días, su comportamiento también se había vuelto más errático.

«Tenía el móvil en silencio, no contestaba mensajes y hablaba muy poco», explica Merino que afirma que estuvo casi una semana en esta situación. Una de las cosas que más le impactó durante su estancia fue la evolución de su compañero de habitación. El hombre, de poco más de treinta años, ingresó en la UCI pocos días después. No se había vacunado y a día de hoy, no sabe si pudo salir adelante. «Unos días después me topé por casualidad las estadísticas de personas fallecidas y vi una que coincidía con su edad, pero no sé con seguridad si era él», recuerda.

Agradecido por poder contar desde su experiencia desde el confinamiento en su hogar, Merino no esconde sus lágrimas de rabia cuando habla sobre su contagio. Y no es por el hecho de haber contraído el virus, sino por la situación que ha llevado a que Canarias cuente con su mayor incidencia de coronavirus. «Quienes no se vacunan por teorías conspiranóicas, los que hacen fiestas multitudinarias y los políticos y jueces que se oponen a las medidas son los responsables de esta situación», asevera Merino, que remarca que «quien te respeta, no toma acciones egoístas en contra de la salud de los demás». De hecho, el impacto que le ha provocado el sufrir esta enfermedad ha sido tan grande –con secuelas físicas y psicológicas que desconoce durante cuánto tiempo se prolongarán–, que ha decidido tomar acciones en su propia vida. «He cortado todas las relaciones con personas egoístas que solo piensan en ellos y deciden no vacunarse o saltarse las restricciones por teorías absurdas», afirma Merino. «La ciencia salva, la ignorancia no», sentencia. Y esto lo sabe no solo porque durante muchos años trabajó en la industria farmacéutica, sino porque si no hubiera recibido meses atrás el segundo pinchazo de la vacuna de AstraZeneca, quizás su historia jamás habría sido escuchada. «Las vacunas no previenen que te contagies, pero no curan la infección, y a mi me cogió», señala. Y es que la vacuna reduce mucho la posibilidad de hospitalización y gravedad, pero no elimina por completo el riesgo. De ahí que haya personas, especialmente las más vulnerables, que puedan hospitalizar.

Desde la soledad de cama, en el calor de su hogar y aún sin haber vuelto a abrazar a su mujer y su hija, la única obsesión de Merino es «vivir». Es consciente de que tardará mucho tiempo en volver a ser el Luis de antes. E incluso cuando gane de nuevo masa muscular que ha perdido y recupere la movilidad hurtada, está claro que esta experiencia traumática le seguirá acompañando durante el resto de su vida.