Literatura

Catedrales

Claudia Piñeiro se adentra en el mundo de la religión católica y hace una reflexión sobre el lenguaje, el español hablado en el mundo

La escritora Claudia Piñeiro.

La escritora Claudia Piñeiro. / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

Hay libros que esconden más de lo que parece. Son multifacéticos. Lo mismo se articulan alrededor de una intriga policiaca y son en realidad un diagnóstico, cruel a veces, de nuestra sociedad o de una faceta de ellas. Pensemos en Cosecha Roja, el clásico de Hammet, que nos cuenta como una ciudad es entregada a los gánsteres para que estos acaben con el poder de los sindicatos de los trabajadores. O en el largo adiós, que contiene una de las mejores descripciones del sistema de Estados Unidos, como sistema donde todo se compra y se vende. Desde la culpabilidad a la inocencia. Y otra vez Claudia Piñeiro lo vuelve a hacer en esta novela, Catedrales. Ya diseccionó el mundo de los barrios cerrados o country en la magnífica Las viudas de los Jueves y ahora se adentra en el mundo de la religión católica, lo que supone y lo que significa para esa parte de los creyentes que van más allá del creyente social, el de misa de los domingos para que lo vean o porque asistir al oficio es lo correcto o lo que siempre se ha hecho. Pero también contiene una reflexión sobre el lenguaje, el español hablado en el mundo, separado por miles de kilómetros, que mantiene el parentesco suficiente para que todos los hablantes nos entendamos pero que también encierra diferencias de léxico que lo anclan a los territorios. Así tenemos las distintas maneras de llamar a la buganvilla: buganvilla, Santa Rita, Napoleón, papelillo, trinitaria, veranera… según el área geográfica en que nos encontremos. O pollera, bombacha, remis, o el cordón de la vereda… vocablos con distinto significado según qué países, pero no tan distintos o como para que sepamos entenderlos. Recuerden que en el franquismo un tiempo estuvieron prohibidas las novelas de Chandler o Hammet y las leíamos en traducciones argentinas. Así aprendimos que un saco era una chaqueta, una cuadra una manzana, se maneja en vez de conducir. Y nunca perdimos de vista la trama de esos libros. Nunca la traducción argentina nos impidió disfrutar con ellas.

La crítica suele adscribir a Piñeiro como una autora de novela metafísica, posmoderna, anti detectivesca, pero para nosotros, simples lectores, estas clasificaciones no nos afectan y deben quedar en las necesidades entomológicas de críticos y profesores, que sin ellas suelen perderse. Es mucho más cómodo inscribir a alguien en la casilla de un tablero y hablar de la casilla y no de a quién metes en la casilla. Es normal que se digan estas cosas de Claudia Piñeiro. Todas sus novelas, desde Tuya hasta la actualidad, tienen algo más que un crimen y su investigación. Ella misma ha declarado: Para contar lo que pasa en la sociedad terminas haciendo novela negra. Es decir, el sistema no deja otra solución que el crimen. Todo lo demás es la justificación de ese crimen. Lo que no deja de ser una paradoja. Y sobre esta paradoja construye la autora argentina una magnífica novela, llena de ironía, rica de vocabulario y en la que pasa la voz de unos narradores a otros, con el mérito indiscutible de que cada cual tenga su propia voz, sea hombre o mujer, en un esfuerzo técnico, dotar a cada personaje de una voz indistinta, de difícil factura pero plenamente logrado en esta novela. Alarde técnico que demuestra el dominio de las artes literarias por parte de Piñeiro. Otro motivo más para leer esta obra.

Y después está el fondo. Más allá del crimen, de la muerte de Ana, el fondo está en la visión que tienen los personajes de la religión, de la iglesia católica y de su papel en la sociedad. De cómo condiciona los actos y pensamientos de todos, sean creyentes o no, pues está infiltrada en todos los estratos y aspectos de la sociedad. Así, el comienzo es una brutal llamada de atención al lector, para que sepa a qué se enfrenta, de qué va la historia: No creo en dios desde hace treinta años. Aunque ya avisa desde el frontis cuando reproduce la frase: A los que construyen su propia catedral, sin dios. No es una defensa del ateísmo ni una negación de la existencia de dios. Más bien habla de la inutilidad de la propuesta divina como guía de nuestras acciones, y de las fatales consecuencias que creer en dios y sentirse elegido por él, pueden tener para la vida cotidiana. Pues de dios es de lo que trata Catedrales, del dios católico y su iglesia, no como tales sino como ejemplos de dioses e iglesias. Quizás por ello algunos se escandalicen. Si se hablara de otra iglesia, creencia, dios, alá, jehová, visna, nuestras educadas mentes católicas se verían reafirmadas en la bondad de nuestra civilización y el error en el que viven otros. Ese hubiese sido el camino fácil para Piñeiro. Pero también el camino falso, pues lo que quiere es hablar de nosotros, los que vivimos en el mundo occidental, católico, los que tenemos bautizo, comunión, confirmación y boda en el altar, como marcas en nuestra vida. La mayor de las veces como eventos sociales más que como actos de creyente.

Y como todos sabemos las religiones, incluida la católica, se basan en la distinción entre el bien y el mal, lo que es pecado y lo que no lo es. El pecado rige toda práctica religiosa. El temor del creyente es pecar. Si bien le insisten que debe amar a Cristo, etc. no es menos cierto que muchas veces se esfuerza en amarlo por miedo a pecar. Pues más que el pecado es el miedo a pecar lo que rige la vida de los creyentes. Y ese miedo a pecar los puede llevar al crimen, ya sea induciendo a él, ignorando o queriendo ignorar, por omisión, por miedo a las consecuencias sociales de intervenir. Ese es el delirio de las religiones, como decía Richard Dawkins, y mucho antes que él S. Freud en el malestar de la cultura: la religión como delirio colectivo. Este delirio incluye el consuelo de que es la voluntad de dios, no la nuestra ni la de otros, y si no pudo Santa Ana impedir el pecado como iba a impedirlo una simple mortal. Retruécanos morales que justifican ante los propios ojos, cualquier conducta, por reprobable que sea. Basta con confesarse para eliminar las huellas del pecado. La clase media argentina, como la clase media española o chilena o la que ustedes quieran, se mueve en esos parámetros. Nosotros nos movemos en esos parámetros. Y por eso podemos leer una novela tan argentina, lexicalmente hablando, y entenderla plenamente. Claudia Piñeiro ha vuelto a conquistarnos. Es su voluntad y la nuestra disfrutar con Catedrales.

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