Huyendo de un maltratador en Bolivia se vino a las Canarias y se encontró con otro. Uno de los dos agarró un cuchillo y lo hundió en el pecho. Está viva de milagro.

La conozco hace seis años. Es boliviana y vino a parar a Gran Canaria huyendo de un maltratador de su país y se encontró con otro pero canario. Uno de los dos en una de sus mil borracheras agarró un cuchillo y lo hundió en el pecho de su amada. Está viva de milagro. El día que me contó ese episodio de su vida debió ver mi cara de sorpresa y asombro que se levantó el jersey y susurró un “mira…”. Y miré. Un sajo le cruzaba el pecho. Tres meses ingresada, operada para reparar el pecho maltrecho y dos niños a su cargo. Sola, sin tener el más mínimo amparo. Le dolía más la soledad de sus hijos que las heridas. Alguien la visitó en el hospital y ella, superviviente nata, pidió que le facilitara un teléfono. Tenía que localizar a quienes entonces eran sus únicos amigos en la isla para pedirle que cuidaran de los niños. Una pareja. Se conocieron años antes cuando era camarera de piso en Playa del Inglés y cobraba la misma miseria que cobran hoy las esclavas del turismo. Después de la agresión esa buena gente la acogieron, la protegieron y dignificaron su vida laboral con un sueldo decente. A esa pareja, abogado y enfermera, les ha ido muy bien y tienen una pequeña empresa de limpieza. Con ellos trabaja hace ocho años.

Niña boliviana

Y sí, superviviente. La semana pasada mi amiga boliviana estaba risueña, feliz, escuchando en su Spotify a Maluma o Juan Gabriel “un monstruo”, dice. De pronto nos vimos hablando de sus padres, de su niñez en un país pobre como lo es Bolivia. ¿De qué vivían en casa?, le pregunto. “De la calle. Éramos once hermanos. Han muerto tres; éramos muy pobres pero aún así recuerdo mi niñez con alegría, claro, la alegría que para una niña es la calle. Pero siempre hacia frío. Recuerdo que con seis años los hermanitos subíamos a las montañas del pueblo a buscar ramas para hacer un caldo y que mi hermana, tiraba de mi”. Se ríe y se tapa la cara para sofocar la carcajada. “Fíjate. El regalo más lindo que recuerdo siendo niña fueron unos calcetines de esos gordos que me llegaban a las rodilla”. Ella siempre saca lo positivo de su vida y se considera una mujer de suerte a pesar de los pesares. Un día hablamos de los curanderos, de los videntes, de los santones en su país y nunca la había visto reír a carcajadas. “¡Eso son cuentos! Mira, una vez (siguen sus risas) no había nada de comer en casa. A una de mis hermanas se le ocurrió disfrazarnos de curanderas. Tendríamos 10 años. Ella había visto cómo la gente dejaba dinero en la bolsa que pasaba la santera pasaba cuando acababan los rezos. Lo preparamos. Nos pintamos la frente con pintura azul, una luna en la frente y collares viejos. Y una pieza de ropa, como una toalla, cubriéndonos la espalda. Nos aprendimos un rezo y en cada casa que nos dejaban lo rezábamos varias veces hasta que veíamos caras raras. Entonces nos daban una limosna y nos íbamos. Sacamos mucho dinero pero, claro, ese pueblo estaba al lado de la casa de mis padres y no fuimos más por si enteraban ellos. Nos reíamos de escuchar las barbaridades que le decíamos a la gente cuando entre rezo y rezo no preguntaban por los novios y esas cosas. Se lo creían todo. Nunca decíamos nada malo; que todo iría bien y ya está”.

Me gusto más su inocencia, la ternura de su risa y sus manos que el relato en sí y pensé, “sin duda una superviviente”. Nació para sobrevivir.