La sacudida emocional de Félicité (Véronique Tshanda) en el filme de Alain Gomis al que presta su nombre es un viaje por el mapa de su música en un bar nocturno de Kinsasa. Así sucede con el cine y con las canciones, que bastan los silencios y las melodías para transmitir una emoción. Y sucede igual con las miradas.

La voz rota y desgarrada de Félicité, rebosante de sensualidad, dolor y fuerza, es el grito de las mujeres que no se doblegan ante los vendavales. Y cuando el azar golpea lo más íntimo de su vida, su llanto es el reverso de esa música, porque Félicité, aunque el corazón se anude en la garganta, sigue cantando.

En realidad, Félicité se llamaba Kapingo, le revela una mujer en un momento de la trama, "porque moriste cuando era pequeña. Te pusimos en un ataúd y, antes de que llegaran a bendecirte, despertaste. Por eso, eres nuestra félicité". Y esta leyenda cobra vida a cada paso de la protagonista. "Ya no puedes permitirte morir".

El camino de Félicité en la búsqueda de un millón de francos congoleños para sufragar la operación de su hijo es el relato de la pobreza y la miseria que asuela la realidad de Kinkasa, donde la vida tiene un precio y, por tanto, muy poco valor. Pero el paso firme de Félicité a través de las calles maltratadas de su país no es el de una víctima de la pobreza, sino que es el camino de la dignidad.

Algunos le recordarán, en esa inflexión tan compleja como es pedir ayuda, que "aquí el dinero lo ponemos para los gastos de un funeral. Y tu hijo sigue con vida". Mientras que, otros, como Tabu (Papi Mpaka) le recordarán que la sencillez, la risa y el cariño son el mejor bálsamo ante la incertidumbre. Porque los asaltos de la vida seguirán poniendo a prueba a Félicité. Solo sus silencios y canciones desvelarán en qué momento del viaje se encuentra. Y cada instante llega al corazón porque en Félicité, como dice la canción, hay una luz que nunca se apaga.