"¿Y qué pasa si quedan cero a cero?". Era la pregunta del descanso en los recovecos del Estadio. Los seguidores más informados daban cuenta ante los más despistados que el empate sin goles valía, después de la prórroga. Por entonces, la Unión Deportiva había completado un buen primer tiempo, al menos, en comparación con lo demostrado por su rival cordobés sobre el césped. "¡Yo creo que sí, que subimos!", apuntó en el entretiempo Eliezer Sepúlveda, educador social residente en La Laguna desde hace más de diez años, y desplazado hasta su Isla de origen expresamente para disfrutar del ascenso. Era, sin duda, el sentir general entre una masa, la que pagó entrada, que nunca pudo imaginar el fatal desenlace de la tarde.

Más que por el resultado final, por la indecencia que se escenificó sobre el campo durante los últimos minutos del partido. Hasta entonces, la promoción discurría por el curso esperado, y deseado por la afición local. La inhabitual estampa del lleno completo en el recinto de Siete Palmas estuvo acompañada de los cánticos de los más fieles, el entusiasmo de los menos asiduos y la ilusión colectiva pintada de amarillo. Más de 30.000 espectadores se comportaron como caballeros, en un decir quizás extemporáneo pero bien descriptivo de la actitud de la grada. Sólo un intenso abucheo al árbitro en el descanso agrió algo el ánimo, que pronto se vino arriba con el gol de Apoño y un puñado de claras ocasiones falladas en el segundo tiempo. Aún así... ¡Las Palmas estaba en Primera y faltaba un suspiro para el pitido final!

Un suspiro que acabó volviéndose eterno. A falta de tres minutos para el final, diez minutos más tarde de lo acostumbrado, se abrieron las puertas del recinto por si alguien quería salir. En vez de eso, impuso su voluntad una horda que quiso entrar, y cuyo apresurado trasiego desde los accesos de lo alto de la Curva hasta el mismo césped saltó a la vista de todos. De forma increíble y pese a las advertencias de la víspera, cientos de espontáneos lograron llegar al verde y parar un encuentro que el equipillo tenía ganado y amarrado, ante un rival que no había planteado ni un sólo apuro serio a Barbosa en todo el segundo parcial.

Pronto, desde las butacas se comenzó a abuchear la inconveniente invasión. En el palco, ocupado por autoridades que preveían una tarde festiva, se notó la zozobra. El presidente del Cabildo, el alcalde... Muchos, de pie. La alarma cundía entre el público cuando el juez de linea de la banda de Siete Palmas abandonó su puesto y comenzó a hablar con el árbitro, tomada la cancha por los incontrolados. "¡Nos van a suspender el partido!", gritó un aficionado. Y luego otro, y otro más. El mismo grito del presidente amarillo, Miguel Ángel Ramírez, a pie de césped y a los micrófonos, al que llegó gesticulante y raudo desde su privilegiado asiento una vez que comprobó como se salió de madre el asunto.

Juan Carlos Valerón, sustituido antes, encabezó el intento de desalojo. Estaba sólo a unos instantes de tocar su sueño: ascender de amarillo. Ponía pasión en sus arengas a los descamisados para que retrocedieran, allí, frente a la Curva. El servicio del capitán a sus colores llegaba hasta el extremo del compromiso, pero él y sus compañeros resultaron pocos. Como insuficientes los primeros tibios acercamientos de las fuerzas de seguridad a los invasores. O el ruego desde la megafonía. Nadie daba crédito en la tribuna. En el banquillo del Córdoba se elevaban las quejas, mientras 30.000 personas permanecían en sus asientos estupefactas. Atónitas.

El estupor dio paso a la indignación cuando los cordobeses marcaron el gol imposible, el que no se vio venir. Frustración que una parte de los espectadores desahogó ante los responsables del incidente, que seguían campando donde sólo debieron estar los futbolistas. Se tiraron botellas dirigidas a los intrusos, que escapaban corriendo en dirección a la grada para refugiarse bajo ella. Pero no todos: algunos se encararon con los aficionados de arriba, en un insólito desplante. Lo nunca visto, amarillos contra amarillos, en un episodio nefasto en la historia del club y el fútbol grancanario.

Una mancha negra, negrísima, en el historial de la Unión Deportiva, que fue percibida como tal de inmediato entre buena parte del respetable, la que se comportó para merecer semejante calificativo. Acabado el partido, el gesto general no era otro que la de la mirada gacha. Se lamentaron las ocasiones perdidas, pero, sobre todo, la "vergüenza". La palabra que más se escuchó en los exteriores del Estadio pasadas las siete y media de la tarde de ayer.

Los preparativos, la expectación previa, la ovación al equipo, que salió al campo al ritmo del icónico The Eye of The Tiger (El ojo del Tigre, la música con la que se entrenaba Rocky)... Anécdotas en el olvido del espectador. El melómano quizás sí recordó que poco antes del pitido inicial del encuentro sonó bien alto en todo el recinto el Welcome to the Jungle de Guns and Roses. Desgraciadamente, ese Bienvenidos a la jungla, himno hard rock donde los haya, resultó profético, y no precisamente en el sentido que más podían temer los cordobeses. La ´jungla´ acabó propiciando el desconcierto general y, finalmente, el empate con goles que colocó a los andaluces en la Liga de las Estrellas.

El desconcierto fue de tal calibre que las gradas tardaron mucho tiempo en desalojarse. Grupos de hinchas seguían sentados, sin comprender. ¿Por qué no hubo ascenso? ¿Por qué este bochorno? Más allá de los testimonios, el resultado o los goles, el drama trascendió del fútbol y tocó lo más profundo del seguidor amarillo.