Aquilino era incapaz de apartar la mirada de aquellas retorcidas, raquíticas y enraizadas batatas. La casi absoluta falta de agua las había dejado a medio camino, insustanciales, feas al juicio de la vista y antipáticas al estómago, incluso en tiempos de penuria. Pero estos tubérculos incompletos serían la base de la cena de Nochebuena de su familia, compartiendo protagonismo con unas pellas de gofio amasadas con agua y una pellizca de sal. Tampoco habría vino esta vez sobre la mesa. Hasta el año pasado fue posible hacer trueque con el señor Genaro, que entregaba un garrafón de tinto a cambio de algún fruto de las tierras de Aquilino. Pero los arenados de Aquilino ya sólo parían miserias.

El alba desdibuja a la noche hasta que la tibia luz del invierno lo inunda todo. Es de día. Fuera reina la claridad pero en el interior de Aquilino siguen gobernando las sombras. Bienvenida, la mujer, ya trajina por la imaginable vivienda de una familia pobre. La pequeña Catalina, ocho años de luminosidad en la vida de ambos, también despierta al fin. Sus primeras palabras también son a la vez igualmente previsibles y temidas: "¿Qué cenaremos hoy, papá?". A Aquilino se le clavan las batatas en el corazón, dagas rojas que le desgarran de impotencia y pena. Son las aristas carmesí de una realidad que corta el aire.

Aquilino es un buen hombre, con más tesón y empeño que suerte y conocimiento de las artimañas de la vida. Por eso mismo, por un estoicismo mal entendido y un orgullo antiguo que le lleva a confundir el honor con la legítima búsqueda de recursos para él y los suyos, ha perdido oportunidades que le han llevado a un principio de naufragio. "Cosas buenas, hija, pues comeremos cosas tan buenas que vas a soñar con ellas cuando te duermas", le dice a Catalina mientras las raíces de las batatas trepan por su pensamiento y le recuerdan que miente. Y una mentira es una mentira por más que se vista de compasión y cariño. Todas tienen al fin las patas muy cortas y apenas quedan unas horas para que todo se descubra.

Mar adentro

Terco sí, algo pacientoso a veces también, pero Aquilino no es ningún ocioso ni un entregado a las barras de bar donde quiebran definitivamente su quilla otros a los que la vida les conduce por malos derroteros. Hace meses, cuando comprobó que la labor de campo no daba para procurar un sustento al hogar, Aquilino, el hijo mayor de Amador, muerto en alta mar mientras perseguía a los esquivos atunes, se presentó a pie de muelle. Habló con varios armadores, implorando por un puesto a bordo. Estaba dispuesto a enrolarse de lo que fuera, hasta de cebo para los bonitos si hiciera falta. "No hay nada, Aquilino. Prueba para después del verano", le decían. Y volvió en septiembre, por si lo embarcaban para la costa de África. Pero tampoco. Ni en la flota de la corvina había un hueco para él, para Aquilino, que hasta se habría sumergido a pulmón para capturar atunes con sus propias manos, las mismas manos que esta mañana palpaban incrédulas y temblorosas aquellas dichosas batatas.

Nada. No lo llamaron ni para la descarga en muelle al regreso de los atuneros y otras embarcaciones de altura. Se ofreció también como peón en las obras de ampliación del Muelle Nuevo, llamado a traer modernidad y pujanza a aquella ciudad que parecía haber sido depositada en la orilla por una ola milenaria, hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda. Pero desde luego esa modernidad y esa pujanza tampoco serían para él ni su familia.

Al llegar a la predecible vivienda de Aquilino, al término de otro día y tras cumplirse un nuevo fracaso, allí seguía la aparentemente imperturbable Bienvenida haciendo milagros caseros con los menguados recursos. De manera invariable, Catalina le recibía con una sonrisa que se había convertido en el sol y la luna del matrimonio desde hacía ocho años. Le abrazaba. Le daba un beso. Salía corriendo y regresaba con el destartalado timple. "Toca una folía, papá". Aquilino afinaba el instrumento, que aprendió a tocar escuchando a su padre, y disfrutaba de los mejores momentos de la jornada y, qué tontería, de su vida entera. Esta noche podría cantarle de nuevo una folía, una isa o una malagueña. Volvería a sonar la música. Pero sería, fíjense, una Nochebuena con el sonido de fondo de una melodía para una batata. Desafinado destino para un timple.

Con poco que hacer tierra adentro y sin oportunidades mar afuera y con la Nochebuena en ciernes, Aquilino decidió pasar largos ratos deambulando en solitario por las costas del norte, en los rompientes, donde el océano parece hermanarse con las almas envueltas en tempestades. Era algo que había aprendido de sus antepasados. La mar arrebata, pero también entrega. A veces las dos cosas al mismo tiempo. Cuando algo salta por la borda o es arrojado como sobrante desde los barcos, o incluso cuando alguno se hunde, tarde o temprano el oleaje lo deposita en la costa. Por eso las gentes decían desde siglos atrás que iban a ver lo que 'jallaban'. Iban 'al jallo'.

Las más de las veces no aparecía nada de utilidad, si acaso un tronco que por poco visto podía resultar interesante para ofrecerlo a algún ricachón para decorar sus jardines y obtener a cambio alguna recompensa. Según el tipo de madera, podía valer para guías de puertas y ventanas, para remendar techos o hacer fogatas. Pero casi siempre la mar parecía mofarse con un zapato suelto o unas amarras ya del todo inservibles por mañoso que uno fuera.

La Virgen por el mar llega

Aquilino había escuchado todo tipo de historias sobre este aleatorio mercadillo salado. Se contaba que en otras islas se venera a imágnes de la Virgen del tamaño de una muñeca que lucieron en otros tiempos en la sala de mandos de algún barco y que tras diversos menesteres fueron entregadas a las autoridades o que incluso llegaron a tierra como un 'jallo' más, lo mismo que a veces arriba un palé de madera o un molinillo de café oxidado y maltrecho. A Aquilino le costaba creer lo que para él eran cuentos más o menos adornados.

Hoy, 24 de diciembre de un año que no pasará a la historia como uno de los mejores para las gentes de esta isla, Aquilino se desayunó apenas media escudilla de leche de la cabra. Sí, la cabra. Una. La otra murió y no ha sido posible buscarle sustituta. Tampoco a las gallinas. Para Bienvenida y Catalina queda el poco gofio que se guarda en una lata de una despensa cuyos estantes han estado más y mejor habitados. A veces entran en casa viandas que trae algún buen vecino o familiar. Él nunca cata nada de eso. Es para ellas. Para la falsa inmutabilidad de Bienvenida. Para la sonrisa sin final de Catalina.

Se dirige hoy hacia uno de los lugares más recónditos y de difícil acceso de la afilada costa norteña. En el zurrón apenas media pella de gofio y una punta de tollo al que la palabra reseco no hace suficiente justicia. En la memoria las palabras de Catalina cuando salía por la puerta y estaba a punto de convertirse en una silueta quijotesca envuelta por el velo de luz de aquel 24 de diciembre. "No vengas tarde, papá., que te esperamos para la cena..."

La doble cara de la suerte

Los milagros son una extraña mezcla de casualidad, oportunidad e imaginación. A pocas millas de costa, al mismo tiempo que Aquilino desciende con ademanes de cabra el risco que conduce a la ensenada donde se pondrá 'al jallo', un barco es sorprendido por una ola impredecible, súbita y potente justo cuando uno de los marineros portaba un arcón de un lado a otro por orden del capitán. Mala decisión. El arcón golpeó uno de los costados de hierro del buque, lo que provocó que su contenido se esparciera antes de ser tragado por las profundidades. Al menos seguían a flote. Un golpe de mala suerte mar adentro.

Horas después, Aquilino sabe que debería dejar de chascar el hueso del tollo y volver a casa. Pero no tiene fuerzas para enfrentarse a una sonrisa infantil que puede convertirse en una ruina en un segundo. ¡Malditas batatas! ¡Hijas de la sequía! Las cenizas de la noche no tardarán en abrirse paso tras las brasas del atardecer. "Me tengo que ir", bufa Aquilino.

Ya de pie, cree atisbar un bulto justo en el rompiente. Sortea los charcos ante la mirada absorta de los cabosos. Su pulso se acelera. Es un cofre. Está cerrado, empapado pero intacto. Toma un callao y golpe el débil cerrojo. De inmediato cae al suelo una lluvia de duros, medios duros y perras chicas. Un golpe de buena suerte en la costa. Aquilino corre. Todavía llegará a tiempo a la tienda de Genoveva. Sí, Catalina, ya verás que gran cena de Nochebuena tendremos.