Fue el primer hombre que hizo en la isla un desnudo integral. Fue en Jinámar, en una batería de cuartería que en los años ochenta daban cobijo a la miseria de nuestra ciudad. Era la Jinámar de las plataneras, de cabras y lecheros, sin bloques y sin tanta miseria humana como la que con el paso de los años se dieron cita en uno de los barrios más castigados de las islas. Feliciano, así le vamos a llamar, vivió el mundo de la noche de Las Palmas con la actividad de muy pocos; que yo conozca, como nadie. Tuvo amores y decepciones porque aunque todavía hoy tiene un cuerpo grande fuerte, rubio y rotundo de joven verle constituía un espectáculo. De él se enamoraron curas y empresarios y si tuviera coraje (y dinero para pagar querellas) y contara los vericuetos de sus días, sus noches y sus compañías, su testimonio sería un cóctel molotov que haría temblar los cimientos de más de un hombre de orden. Le conozco hace 25 años; le conocí entonces y le perdí de vista una década pero le recuperé en una finca de El Madroñal donde se daban cita un grupo de amigos, gente variopinta, entre ellas algunas estrellas de televisión venidas a menos que pasaban en aquel chalet fines de semana interminables. Allí un famoso vidente decía ver lo que no veía, más allá, en el jardín, alguien echaba las cartas, otro se disfrazaba con tutu y ejecutaba una especie de ballet para regocijo de amigos e invitados. Es la casa más divertida y surrealista que he conocido y he conocido algunas en ese estilo.

Todos bebían más de lo aconsejable hasta que cada cual decidía volver a su casa, unos al Madrid de los platós, otros a sus quehaceres cotidianos en la isla…Y así mil fines de semana. Lo que les cuento es muy cierto pero ni quiero ni debo dar un solo nombre. Digo pues que en ese contexto disparatado recuperé a mi amigo. En ese ambiente. En un ambiente en el que una pareja gay, también amiga, le tenía como amo de llaves de una vivienda hermosa, abierta de par en par, en la que las fiestas eran tales que en más de una ocasión algún insensato tuvo que esconderle las llaves del coche a otro insensato. Pero en ese mundo de diversión y locura Feliciano era un bicho raro. Miraba y reía. No era ni es de muchas palabras. Discreto. Siempre me llamó la atención su porte sirviendo copas, arreglando el jardín, atendiendo la casa y sin tomar jamás una copa. Ni fuma. Una tarde de Semana Santa la vida nos puso frente a frente y hablamos de su vida y de la mía. La mía era una cosa aburrida comparada con la que él había llevado y la manera en la que la disfrutó y le sacó partido.

En los años ochenta las salas de fiestas en Las Palmas eran un valor en alza y en ese submundo macarra y descastado, se veía de todo. Noches de diversión, de perversión y de amores. Prohibidos o no. Cuando hacer “desnudo integral” estaba perseguido mi amigo y cuatro más decidieron montar en un descampado de Jinámar una especie de chiringuito de bombillas rojas y banderines multicolores en el que la libertad era máxima. Una válvula de escape. Allí Feliciano convocaba a sus admiradores, hombres que soñaban con su cuerpo. Pero no se dejaba tocar. Siempre dijo que es hombre de un solo hombre y que una cosa es el escenario y otra muy distinta cuando se apagaban las luces. Mencionó en aquella conversación a muchas personas que más tarde se convirtieron en personajes de la vida social: empresarios, políticos, cantantes o escritores que acudían a verle. Para disfrutar con los ojos, solo eso. Cuando dudé de su testimonio y le llamé fantasma me contestó un sereno “ya verás…”. Días después llegó con un cartucho lleno de fotos. Ahí estaba él. Guapo de película romana, alto y rubio, dos piernas que eran dos torres y una expresión aniñada. Tenía todo para que se lo quisieran comer a cachos pero él, chico listo, no se dejó morder.

En esas fotos que he visto detenidamente hay personajes de la vida pública de la época que si Feliciano las publicara más de uno infartaba. No es mi amigo un hombre especialmente culto sin embargo a pesar de su juventud de entonces, veintipocos años, supo timonear en aguas pantanosas y ambientes sórdidos evitando drogas y alcohol; fue ésa disciplina la que le salvó de la quema. Jamás bebe, jamás ha probado las drogas y hoy, cuando está en los 60 años, se ríe de quienes le llamaban “antiguo” porque vivía al margen de vicios. “No sabes vivir”, le reprochaban. Ya, ya. Hoy tiene trabajo, buenos amigos, las puertas de nuestras casas abiertas y todavía conserva la inocencia y la bondad de los supervivientes. Hace dos semanas murió uno de sus amigos de correrías y lo lamentó. Vino a casa, comimos y hablamos. Pero Feliciano es práctico: “De todo aquello yo saqué un piso y amigos, otros sacaron la soledad y la muerte”. Mi amigo vive en Las Palmas en un casa preciosa que le regaló uno de sus amantes, un hombre casado, que solo le exigió una cosa: Que en esa vivienda jamás entrara un hombre que no fuera él. Y cumplió. Hasta que se murió el amante.

Entonces abrió puertas y ventanas.