Aquellas niñas, hoy mujeres, han pasado la pena negra. Desde que tuvieron uso de razón vivieron con una fiera enjaulada que descargaba frustración y amargura en ellas, sus hijas. Es duro escuchar a cinco mujeres hablar de su madre sin un ápice de amor. Desprecio y miedo. Una infancia y adolescencia de golpes y vejaciones de las que no escapaba ni el ser que más las protegió, un padre que las veía poco porque su trabajo le obligaba a viajar y era entonces, al verlo salir escalera, cuando a las criaturas, unas niñas de pocos años, les temblaba hasta el pelo. Aprendieron a entenderse con la mirada, desarrollaron incluso una habilidad para arroparse cuando estallaba la guerra. Cualquier silla mal colocada, una sábana arrugada o una comida fría o caliente era motivo suficiente para que la mala madre cargara la escopeta. Un día, a mamá le dio por preguntar que a quién querían más, a papá o a mamá. Sentadas en el salón, jugueteando nerviosas con sus dedos, cada una manifestó su preferencia. Cuatro eligieron a papá y una, a mamá. Aquello les desbarató la vida. Desprecios, insultos, la más absoluta falta de respeto. Cuando papá volvía, sus hijas, que aún hoy se emocionan al recordarlo enfermo y sin la mejor atención, lo cuidaban.  Un día comenzaron a sospechar de aquellas gotas que mamá le echaba al plato. Le advirtieron: “Papá, come en el bar…”, pero él quería estar en casa. No entienden por qué no la denunció. Tal vez sabía que hacerlo era dejar a las chicas a merced de un demonio. El día que una de ellas se quedó embarazada se lo contó a otra hermana, dieron un portazo y huyeron. No volvieron. Hoy la fiera está vieja y enferma. Buscaron una residencia para que muriera en paz. Aún le temen. Hoy se preguntan sí eran celos hacia sus hijas o simplemente era una mala mujer.