Ya supera los noventa años, dos o tres por encima del dato redondo. Hacia unos cuantos que no le veía pero hace unas semanas me tropecé sorpresivamente con el teléfono de su hija y la llamé. Quedamos como siempre para vernos, comer y reírnos. Más reírnos que comer. Han sido años de mucha diversión, de complicidad y de majo y limpio. Ambas y un reducido grupo, media docena, pateamos sin piedad la madrugada de Palmas, sus madrugadas y sus miserias. Solo diré que en un portal del puerto guardábamos una guitarra cochambrosa en un rincón de la escalera. Ya hemos cogido tino pero a veces nos damos un paseíto por la noche. Total, que cuando hablé con mi amiga, la hija afortunada de la mamá guapa y valiente a la que admiro, quedamos en vernos. Ella tenía un viaje a Madrid y yo una reunión a la que iba sin muchas expectativas. Y de nuevo otra sorpresa. Paseando por el Parque San Telmo, reparo que en una de sus mesas y estaban mi amiga y su mami. Nos reímos por el encuentro inesperado. La mamá está guapa, guapa. De joven -he visto fotos familiares- fue un bellezón, una mujer alta, con estilo, de pelo negro, presumida y ocurrente. La última ocurrencia de la señora es la que voy a contar. La posición económica de ambas es muy buena, no puedo aportar más datos para que no las identifiquen. La señora, que tiene ahora 94 años, ha vivido siempre cerca de sus hijos que entraban y salían de su chalet hasta que ella comenzó a quejarse de una casa tan grande para ella sola. No lo pensó mucho, ordenó su cabeza y tomó una decisión, no sin antes advertir a sus hijos que no quería tragedias porque para ella no lo era. Gestionó una plaza en una de las mejores residencias de Las Palmas donde vive desde entonces. Y ahí está, tan fresca.