Yo sabía que algo de ellos debía tener en casa, en mis caóticos cajones. En esos que abres y puede que salgan cien cosas distintas, todas de importancia vital en mi vida. Agendas, notas, grabadores sin futuro y recortes de prensa. Estaba segura. Pero la paciencia nunca ha sido un rasgo destacado de mi personalidad. Sabía que había estado con ellos, con Bárbara Rey y Ángel Cristo en una caravana destartalada, pero no recordaba donde. Poco a poco lo que fui pescando de las cajas donde lo guardo todo o casi, me fue dando pequeñas sorpresas y una de ellas, la mejor. La que buscaba. Una foto de la pareja mientras yo entrevistaba a Bárbara.

No recuerdo quien gestionó la entrevista. La caravana la instalaron en lo que los vecinos de la ciudad conocemos como El Hoyo, a unos metros del circo. Cordiales. Un escalón y ya estaban en la puerta. La entrevista la fijaron para la tarde. Toqué y me recibió Ángel. Le recuerdo muy bajito. Me senté en el mueble bar e intercambié unas palabras con el domador. Yo a quien de verdad esperaba era a Bárbara para hacerle fotos a la pareja. De pronto alguien corrió una cortina grande y pesada, debía ser la alcoba, y salió la Bárbara más espectacular, de blanco satén, muy guapa y sabiéndolo.

Siempre recordaré esa imagen, una belleza de Bárbara, en contraste con la decoración de la caravana. Junto l domador aquello era un símil de la bella y la bestia, un disparate.

Cuando Ángel salió y se hizo presente de nuevo llegó como para optar al premio de hortera mayor del reino. Poca estatura, vaqueros y chaqueta blanca, tachuelas y un cinto, ay, de una cuarta de ancho. Me regalaron una foto firmada que debo tener por ahí. Cuando con el paso del tiempo los veía en las revistas me inspiraban ternura.