Un par de semanas antes de que la pandemia nos estallara en la cara hice una necesaria mudanza muy cerca de donde ya vivía. Mi casa es grande y eso tiene cosas buenas y cosas malas. Si alguien duda de que una mudanza es vivir en una montaña rusa, en un estrés capaz de ponerte la cabeza al revés, que pruebe y verá. Mi mudanza no tenía otro objetivo que adaptar la vivienda a una situación familiar. Los hijos crecen, se van y nosotros tenemos ganas de otras cosas, por ejemplo, de hacer la vivienda más divertida y llevadera. La casa de la que me mudé era enorme hasta que al final encontré lo que buscaba. Alguien me recomendó a una madre con dos hijos que llevaba meses buscando casa, funcionaria del Ayuntamiento de Las Palmas de GC. Militaba en Podemos o estaba cerca de esa ideología y como no se encendió ninguna luz de advertencia, se la alquilé. Maldita la hora. Deseando cerrar el capítulo mudanza, un amigo me alquiló un apartamento bien situado, soleado, con pocos vecinos y una especie de piscina en el ático. Una pareja sin hijos, un perrito, yo sin hijos, viviendo en el edificio y nadie más. Con el hombre hablé mucho, cada vez que sacaba al perro aprovechamos para pegar la hebra. Ella salía menos. Su aspecto no era de tener una buena salud. Un día Luis me contó que su mujer batallaba contra un cáncer. El futuro era malo. Durante el tiempo que vivimos cerca, unos cuatro años, pasaron mil cosas, la mejor es que Lidia, ese es su nombre, superaba adversidades imponentes. En esas horas eternas en las que la citaban en el Negrín para valorar su proceso, Luis la acompañaba y rondaba el hospital hasta que la veía salir. En tres años se cimentó la amistad. Había que celebrar los pasos que la enferma daba. Un par de veces compramos cervezas y en casa bebimos, comimos y cantamos.