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Carmen Laforet: ‘La isla y los demonios’ y su viaje hacia la nada

La novela publicada en 1952 ofrece pistas sobre la carpintería literaria que dio forma a la obra con la que ganó siete años antes el prestigioso Premio Nadal

Carmen Laforet. La Provincia

Corría la última semana del mes de noviembre de 1938, cuando el correo de línea directa entre la península y Gran Canaria enfiló decididamente su proa hacia la bahía del puerto de La Luz en Las Palmas.

Entre los pasajeros que abarrotaban la borda del barco, en su mayoría soldados que regresaban del frente de combate en la península, había también unos cuantos civiles que intentaban divisar a algún pariente o conocido entre el gentío que se había ido concentrando en el muelle de atraque asignado al correo de línea.

Marta Camino, una adolescente delgada y de cabellera despeinada, miraba con cierta curiosidad expectante hacia donde su familia le indicaba, hacia los parientes próximos que recalaban en la isla, ahuyentados por una cruenta guerra civil que no terminaba de acabar en tierras peninsulares. Se trataba de dos primos hermanos de su hermano mayor, a uno de los cuales acompañaba su esposa, además de un acompañante íntimo de aquel núcleo familiar de los Camino. Todos ellos, unos desde la borda del correo, y otros, desde los húmedos adoquines del muelle, se saludaban agitando con vivacidad un pañuelo, un velo, o un sombrero, como hacían el hermano mayor de Marta y su cónyuge. Se trataba, en fin, de la ceremonia de recepción habitual entre pasajeros y ciudadanos en unos tiempos en los que la travesía marítima entre Canarias-Península era el medio habitual de traslado y comunicación entre las islas y el mundo exterior. El largo brazo de mar que separaba a Canarias del continente se salvaba entonces, por lo general, vía marítima.

II

Marta se sumó pronto a la acogida que su familia, de origen catalán, pero ubicada, desde hacía años, en Las Palmas, dispensaba a los parientes, dándoles la bienvenida a la isla en una plácida mañana, envuelta en los vaivenes aéreos del alisio canario proveniente del océano. A partir de ese momento, la muchacha, que cursaba entonces su último año de bachillerato en el instituto Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria, iba a ir generando un recorrido anímico que fortificó su inclinación natural a la dispersión contemplativa en sus incursiones a lo largo del pródigo paisaje insular. Y también, como se comenta de Carmen Laforet en persona, Marta era dada a una poderosa inclinación a la itinerancia, al vagabundeo físico y espiritual; a la huida irreprimible hacia otros horizontes que los que le proporcionaba Canarias.

Oigamos, por un momento, a Marta, en vísperas de su traslado a Barcelona, donde residía un tanto maltrecho otro tronco familiar de los Camino, aquel que no había podido escapar de la guerra civil, cuyo dramático final se ventiló no solo en Cataluña sino también en la frontera pirenaica del principado con Francia. Oigamos por un instante el “soliloquio” de Marta Camino, el eco de su vida interior, antes de dejar la isla para iniciar sus estudios universitarios:

«Le parecía que la vida que iba a empezar [en Barcelona] era tan nueva que no quería meterse en ella cargada de recuerdos viejos. Rompió sin compasión la pequeña agenda… que resumía sus impresiones en frases cortas. La niña que había escrito aquellas cosas [en la agenda] no era ella ya. Le prendió fuego y vio cómo ardía con una especie de encantadora fascinación. Aquello era convertir en cenizas su adolescencia. Dentro de la cartera solo quedaban las leyendas de Alcorah. Las consideraba su obra, su ilusión…, algo que recordar de la isla cuando se fuese; y estas leyendas suyas le servirían [en el futuro]; sin embargo, también decidió quemarlas cuando pensó que no tenía necesidad de llevarse las leyendas de Alcorah para recordar la cálida hermosura de la isla. Donde quiera que fuese la isla iría con ella: la silueta de la cumbre y el silencio de los barrancos, el mar y las playas humedecerían siempre el latido de su sangre. Donde quiera que fuese la isla iría con ella».

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Y añadiría, en aquella íntima secuencia, motivadora de un futuro incierto, que [la isla] «la llevaría consigo con, o sin, demonios. Luego aventó las cenizas y echó a correr oyendo que la familia la llamaba para compartir con ella su última cena en la casa» [situada tan cerca de la caldera volcánica de Bandama]...

III

Luego de un año más tarde, otra joven estudiante, algo mayor que Marta y de nombre Andrea, descendía aturdida de un tren destartalado que acababa de finalizar su trayecto en la barcelonesa estación de Francia. Un tren que llegaba a su destino con cerca de tres horas de retraso, algo muy frecuente en aquellos tiempos de acentuada penuria en toda la España de posguerra. De hecho, Andrea tuvo que alcanzar un taxi para que la depositara cargada con su baúl, lleno de libros, en la empinada calle Aribau, donde habitaban sus parientes más próximos. Cuando la joven estudiante descendió del taxi, pletórica de ilusiones con su próximo futuro universitario en Barcelona, oteó la descascarillada fachada del edificio y concentró la mirada en el pequeño balcón que correspondía al sombrío piso que habitaba su familia catalana y del que era propietaria su abuela. A continuación, Andrea inició el ascenso de la escalera conducente a su nuevo domicilio en la calle Aribau en medio de una luz mortecina. Aquel domicilio que sería, justamente, el sepulcro de sus juveniles expectativas….

Al cabo de otro año, aproximadamente, Andrea escribió en su diario al día siguiente de llegar e instalarse en Madrid, para iniciar otro tramo de su transida existencia; resumiendo, como sigue, el vacío, la desesperanza final de su paso por Barcelona:

«Bajé la escalera despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que la había subido por primera vez» [la escalera conducente al piso de la calle Aribau]. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle Aribau no me llevaba nada… El aire de la mañana era estimulante. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaron detrás de mí para siempre».

Como se puede colegir con facilidad la primera y la segunda parte de este texto se corresponden con el despegue del relato que lleva por título La isla y los demonios, editada en 1952 por Destino en su acreditada colección Áncora y Delfín. La tercera, por el contrario, intenta plasmar no el despegue sino el final de una novela de la misma autoría, narrada en primera persona, y que fue publicada por la editorial Destino. Esta novela se tituló Nada, un título que dio mucho que hablar en la España de posguerra. La autora de ambas obras se llamaba Carmen Laforet Díaz, como vino a saber el jurado que le confirió el galardón del primer Premio Nadal el 6 de enero de 1945.

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