Unidos hasta en la muerte

Moreno Galván, del que se celebra su centenario, y Manolo Millares, comparten la misma tumba, cuya adquisición gestionó Manuel Padorno

Manolo Millares y José María Moreno Galván en el Rastro de Madrid.

Manolo Millares y José María Moreno Galván en el Rastro de Madrid. / Antonio Puente

La arpillera como mortaja 

La tumba de Manolo Millares en el Cementerio Civil de Madrid conecta al artista con dos de sus mejores amigos: Manuel Padorno y el crítico Moreno Galván 

Es casi una epopeya muy poco divulgada: el crítico de arte José María Moreno Galván (La Puebla de Cazalla, Sevilla, 1923 – Madrid 1981), de cuyo nacimiento se cumplen ahora cien años, y el pintor Manolo Millares (Las Palmas de Gran Canaria, 1926 – Madrid, 1972) comparten la misma tumba en el Cementerio Civil de Madrid. El espacio lo había conseguido, tras arduas gestiones, en un tiempo récord, Manuel Padorno (Santa Cruz de Tenerife, 1933 – Madrid, 2002), el otro gran amigo íntimo de Millares, uno de los más constantes, que, al igual que Moreno Galván, lo acompañó muchas veces a recoger sacos y materiales de desecho para sus lienzos.

Han sido las dos únicas ocasiones en que, rememora Elvireta Escobio, ella ha visitado el Cementerio Civil de Madrid: el 15 de agosto de 1972, para enterrar a su marido, cuando un tumor cerebral le segó la vida, a sus 46 años, y el 24 de marzo de 1981, cuando, a petición de su viuda, Carola Torres, el crítico andaluz, fallecido a sus 57, fue enterrado en la tumba de su amigo. El episodio debería ser rescatado como un hito de la memoria intrahistórica en el vórtice del antifranquismo: el artista, uno de los máximos promotores del Grupo El Paso, y el crítico, uno de los principales mentores de aquel súbito oasis del informalismo del medio-siglo, y del propio Millares, cubiertos por una misma arpillera, yacen juntos en el más acá de un campo-laico casi exclusivo para guiris, cuando no para españoles proscritos. Escasamente visitado el lugar aún hoy en día, tal y como lo describió Fernando Zóbel, promotor y primer director del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, tras acudir al entierro de Millares, «el cementerio civil es un lugar extraño. Bastante pequeño, y con un aroma dulce a partir del follaje que adorna la parte más antigua, principalmente inglés y alemán. Un ambiente romántico, algo nostálgico y tranquilo».

Eran agnósticos acérrimos, en tiempos en que era arriesgado mostrar esta tarjeta de visita; y ambos fueron autodidactas

El crítico y el artista fueron dos baluartes del informalismo, sin concesiones, que, en lucha duplicada, demostraron que la reivindicación social y ética no está reñida con la subjetividad estética. Al contrario. Como ha subrayado Manuel Padorno del arte de su tocayo y colega –en palabras que de buen grado suscribiría Moreno Galván para su propio esquema–, «Millares creyó a pies juntillas en la aventura espiritual del Arte; no hizo caso de dogma alguno, rechazando, sobre todo, el realismo socialista, y pintando con rabia».

Ambos eran agnósticos acérrimos, en tiempos en que era arriesgado mostrar esa tarjeta de visita; y ambos fueron autodidactas, además de excelentes escritores de vanguardia, y (entre el informalismo y los abismos) hicieron de sus breves vidas un cúmulo de tumbos, fuera de sus lugares de procedencia, para predicar en el desierto de la Dictadura.

«Yo no sé lo que pinto, pero sí sé muy bien lo que hago», señaló el autor de Memoria de una excavación urbana, en sentencia que, cambiándola, apenas, por la escritura, serviría también para el periplo del autor de Autocrítica del arte. Eran la teoría y la praxis intercambiables de un mismo cuerpo en perpetua avanzadilla; al punto de que, incluso, con sus iniciales, MO-reno y MA-nolo, habrían podido configurar una suerte de ambulante MoMA neoyorquino en el páramo estético de la España del mediosiglo…

En efecto, teórico y artista suscribirían la denuncia de «la España retardaria» aplicada por Juan-Eduardo Cirlot a la situación del arte, cuando, a finales de los años cincuenta, «aún se respiraba una atmósfera de posguerra». En su Introducción a la pintura española actual, publicada en 1960, Moreno Galván expresa que «queda por montar nuevamente la estructura de nuestra modernidad», al tiempo que dice seguir auscultando «la supervivencia en nuestro siglo de ciertos valores procedentes del siglo XIX».

Tumba de Manolo Millares en el Cementerio Civil de Madrid. | | LA PROVINCIA/DLP

Tumba de Manolo Millares en el Cementerio Civil de Madrid. / Antonio Puente

Ante ese paisaje desolado, inerte y vacuo -que Antonio Saura definiría atestado «de cardo y ceniza»-, ambos amigos trazarían sus líneas de fuga hacia los márgenes. Comparten una misma pasión por la arqueología, y aplicándosela a su propio tiempo presente, optan por proseguir juntos el oficio que José-Augusto França adjudicó a Manolo Millares: «Un arqueólogo de la civilización del desperdicio». Y, además, literalmente. Tal es, por ejemplo, el peculiar bodegón del vertedero que traza el pintor en un texto de 1965, con motivo de una velada ZAJ en una galería lisboeta: «Y en esta basura indiferente, una lata de sardinas -ya vacía de inmundicias y fines de semana-; un zapato negro, sin suelas ni cordones, desalquilado entre los vertederos de extramuros; un harapo sin alquimias eróticas, gritan su cercanía a los pliegues postreros de la tierra […] alguien espera que se opere el milagro de una explosión en flor nacida precisamente sobre esa misma tierra-zapato-lata-harapo-basura que hacen el montón tácito de nuestra preclara historia». Y en un artículo de la revista Triunfo, titulado Millares, ni con lo bello ni con lo sublime, Moreno Galván ofrece este testimonio: «En mis expediciones con Millares, yo he rastreado junto a él el posible reencuentro de perdidas huellas arqueológicas -su gran pasión-, pero también le he visto mirar por los muladares a la busca de una alpargata vieja, una cuchara mohosa y carcomida o un sombrero decrépito, para tantear la posibilidad de devolverlos a la vida incluyéndolos, como testigos de la vida, en arte.  Ahí, en esa búsqueda, no hay contradicción. Lo que busca es siempre el semejante».

Y, acto seguido, fija así sus posiciones compartidas: «De todos los objetos, los que más amo son los usados.  Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados, los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera han sido cogidos por muchas manos.  Impregnados del uso de muchos, a menudo transformados, han ido perfeccionando sus formas y se han hecho precioso».

Un decenio antes de ‘convivir’ para siempre pasan los últimos días del pintor en la sierra de la Demanda, Burgos

En la misma cabecera, apenas una quincena antes de la muerte del artista amigo, el crítico redondeará: «Yo he visto a Manolo Millares, no aquí ni ahora, en otro escenario bien distinto a estos: en un montón de trapos y basuras decrépitas de los alrededores de una pequeña población […] Y he visto a Millares descubrir, como un tesoro, un zapato viejo, moldeado y gastado por el uso, un cierto zapato viejo, con una cierta forma».

Todo había empezado veinte años atrás, cuando, en 1953 -la primera salida de Millares de las Islas, a sus 27 años-, ambos participan en el Congreso de Arte Abstracto de Santander. Luego, del mismo modo que el pintor canario no se conformó únicamente con la pintura, el crítico sevillano trascendió la mera teoría. En Santiago de Chile, Moreno Galván fue uno de los máximos ideadores y promotores del Museo de la Solidaridad Salvador Allende, aunque no alcanzara a verlo en vida. Y, antes, desde París, donde se publicaba la revista Cuadernos de Ruedo Ibérico, los artículos de Juan Triguero, como firmaba, consiguieron «enfurecer» al ministro del ramo, Fraga Iribarne. Los dos amigos participaron en el homenaje a Antonio Machado en Collioure, organizado por la misma editorial.

Curiosamente, un decenio antes de empezar a convivir en la misma tumba, compartieron también los últimos días de Millares. De ello da cuenta, en el citado artículo de Triunfo, el propio Moreno Galván, quien, para aliviarlo de la calufa del estío madrileño, se lo lleva a la sierra de la Demanda, en Burgos, donde él suele veranear.

Manuel Padorno. | | WWW.MANUELPADORNO.ES

Manuel Padorno. | | / WWW.MANUELPADORNO.ES

  «Aquí tengo ahora conmigo, en este lugar de la sierra de la Demanda, donde paso mi verano, a Manolo Millares y a su familia. Por una vez, no abandonó la Península para irse a pasar estos dos o tres meses a su archipiélago canario.  Es que aún convalece de las dos delicadas operaciones que le hicieron últimamente. Logré convencerlos de que abandonasen por unos días el Madrid canicular y se viniesen conmigo a esta tierra sembrada de bosques, cercana al nacimiento del Duero, pero en la orilla del río Arlanza». Agrega que en la zona hay excavaciones arqueológicas con las que entretener al pintor: «[Millares] merodeaba por las zanjas que abrían los obreros de la arqueología igual que el animal busca la presa por instinto presentida».

En términos semejantes a los que le dedica la crítica María Luisa Borrás -«la pasión desbordada, alucinante de un hombre que sufre en su carne el sufrimiento de los demás»-, Moreno Galván dice del creador de los Homúnculos y los Antropofaunos: «Lo suyo es, por encima de todo, una tentativa de comunicación con el hombre que se fue, con el hombre que se va, con el hombre que no se conoce, pero al que se sabe un semejante...». Una suerte de coetaneidad de todas las épocas y todos los lugares, parece proyectar el crítico en la figura de su amigo. Y, también, una cierta aura de crística paganía y redención (que sabe imposible), con muerte prematura incluida, aunque él mismo no le fuera luego a la zaga. Ambos siguen compartiendo tumba en el Cementerio Civil de Madrid, imperturbables en su legado de que, al tacto de la arpillera, los signos son al mismo tiempo «células»; los colores son «valores», y que, en definitiva, lo único auténtico en torno al arte y a la vida, su raíz conjunta, es «el acto creador».

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