Análisis

Los poetas feroces cuentan lobos para dormir

Pedro Flores vuelve a ganar un premio, otro más, que reafirma la calidad de este poeta canario que, sin padrinos ni madrinas, se ha hecho un hueco en la poesía española

El poeta Pedro Flores.

El poeta Pedro Flores. / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

Hete aquí que Pedro Flores vuelve a ganar un premio, otro más, tantos que ya he perdido la cuenta. Premios que reafirman, una y otra vez, la calidad de este poeta canario que, sin padrinos ni madrinas ha ido haciéndose un hueco en la poesía española, alcanzando reconocimiento más allá de nuestras islas. Y ello pese a encontrarse de frente con algunos reproches sobre su forma de hacer poesía: «ha frecuentado también Pedro lo que podríamos llamar poesía civil, o reivindicativa de justas causas, y si en el terreno de lo humano y social ha solido llevar más razón que un santo (…) es posible que en tales incursiones hay perdido su razón poética ante el lector exigente».

De esta guisa un reputado crítico y poeta juzga parte de la obra de Flores. Si incursiona en la poesía civil se rebaja para el lector exigente. A estas alturas de la historia ya creíamos superada esa visión de lo poético como algo puro, no contaminado por lo social. Sin embargo, algunos siguen señalando como falta el que un poeta se embarque con su herramienta, el lenguaje, el poema, en cosas que no sean estrictamente poéticas, sea lo que sea eso la cosa poética.

Y por eso nos viene a la memoria lo que en su momento escribió Octavio Paz: «Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda poesía. Los hombres modernos, incapaces de inocencia, nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha despojado de nuestra sustancia humana para convertirnos en mercancías, buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente.

Todas las tentativas valiosas de nuestra cultura, desde fines del siglo XVIII, se dirigen a recobrarlo, a soñarlo. Rousseau lo buscó en el pasado, como los románticos; algunos poetas modernos, en el hombre primitivo; Carlos Marx, el más profundo, dedicó su vida a construirlo, a rehacerlo». Sé que la cita es larga, pero la entiendo necesaria para insistir, una vez más, en lo obvio: el poema es siempre un acto de comunicación. Nadie escribe para sí, todo poeta quiere que su poesía sea leída, escuchada, por otros. Lo que quiere decir, que aún el más íntimo de los poemas, el que se pretenda más puro, siempre es un acto social, de comunicación, entre el poeta y el lector. Sea este «exigente» o simplemente, un lector de andar por la calle, como uno mismo.

Así me parece que la obra anterior de Flores puede considerarse como un esfuerzo de reconstrucción del ser humano, esfuerzo consciente o no. Libros anteriores sobre la propia vida, la madre, los abuelos, personajes recurrentes en muchos de sus poemas, pueden estimarse como actos poéticos de lo que el propio Paz reclamaba, la unión entre el pueblo la poesía, el rechazo a considerar a los seres humanos como simples mercancías; poemas que son un canto a la vida cotidiana, a lo que todos somos, seremos y hemos sido en algún momento, de forma tal que al leerlos nos queda suspendido por un momento el entendimiento, mientras las palabras y los versos se nos infiltran y leemos los versos de nuevo, siguiendo el dictamen de Sánchez Ferlosio cuando decía que la primera lectura de un poema es sólo un tanteo, un primer acercamiento al poema, antes de poder hacer uso pleno de él.

En este Los poetas feroces… nuestro vate continúa con el reconocimiento a sus maestros que inauguró con Los bufones de dios. Son los poetas que ha leído y estudiado, pues un poeta se hace normalmente de dos actos, la propia vida con sus sentimientos y razones, y la lectura de otros, que antes escribieron de forma tal sobre su vida, sus razones y sentimientos, que nos reconocemos en ellos. El término feroz aplicado al grupo de seleccionados debe entenderse como el ensañamiento en la creación de la propia obra antes que la ferocidad aplicada a la vida. No fueron Machado ni Borges, por citar solo a dos, poetas vitalmente feroces. Pero el compromiso con su obra sí fue feroz.

En ningún momento dejaron de ser ferozmente creadores, buscadores de la palabra precisa que definiera su pensamiento y, con tan distintas vidas, implicados en la búsqueda del sentido de la misma. Otros, como él siempre, para mí, sobrevalorado Rimbaud, sí fueron feroces en su trato con el resto de la especie humana. La sangrienta relación con Verlaine o el final como traficante de esclavos, pueden definirse como ferocidad ante la vida en general. Pero esta ferocidad se puede considerar anecdótica cuando lo leemos. No suele interesar la vida del poeta sino su obra. Para disfrutarla no tenemos por qué saber que efectivamente Machado se crió en tal o cual patio concreto de Sevilla o si efectivamente Borges fue sexador de pollos por dictamen de Perón o si Octavio Paz escribió canciones para Jorge Negrete en algún momento de su vida.

Flores construye un poemario lleno de versos perfectos, homenaje y disección de sus poetas preferidos, cargado de imágenes tan hermosas como la de José Agustín Goytisolo tendido en el suelo: poniendo oído a lo adentro de la tierra, /auscultando el ritmo enloquecido del mundo / como quien busca su corazón en un estanque. O los versos dedicados a Borges o León Felipe. Todo el poemario está recorrido por la presencia de la muerte, la gran igualadora. Flores la nombra constantemente. Los poetas murieron y en algún caso su propia muerte fue un acto poético. Poe, Platt, Goytisolo, Barrymoore… tuvieron muertes violentas o desangeladas como la del propio Machado en Colliure. Este recurso a la muerte es el recuerdo de la temporalidad, de la fugacidad de la vida y de la necesidad que tenemos de aferrarnos a ella por actos y palabras que nos dejen, al menos temporalmente, la esperanza de que pese a ser inevitable, el poeta sobrevivirá a la muerte mientras alguien lo lea, sea en voz alta o en silencio, y mediante ese acto derrote a la propia muerte.

Nada que ver con el lamento de Manrique en sus coplas. Todo lo contrario, la poesía como un acto de vitalidad que nos permite sobrevivir, incluso cuando nos quieren convertir en mercancías, seres humanos contabilizados.

Así podrán encontrarse Sánchez Mejía y Ramón Sijé, vencedores de la muerte por los versos de Miguel Hernández, ahora recordados por Flores. Una vez más, el poeta canario hace realidad aquella definición de la poesía que escribió en Trileros: «La poesía es el niño sin camisa / que aprovecha el despiste del gentío/ para meter sus manitas sucias/ en los bolsillos de la gente».

Los versos de Flores se nos meten en los bolsillos del entendimiento y allí nos recuerdan que si bien todo es perecedero vale la pena vivir mientras alguien escriba versos tan hermosos y plenos como los de Pedro Flores.