Crítica

Un poemario y tres heridas

Una de las obras de Cristian Jorge Millares que ilustra ‘Las ruedas del olvido’ . | | LP/DLP

Una de las obras de Cristian Jorge Millares que ilustra ‘Las ruedas del olvido’ . | | LP/DLP / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

Agustín Millares nos llega en este libro con tres heridas: la del amor, la de la vida, la de la muerte. El amor es cantado en varios de los textos, con versos rotundos en casos e íntimos en otros, hablando de la alegría del encuentro: De repente, /igual a un obelisco, /apareció en medio de la sala. /Tan hermosa que toda pesadumbre /allí se disipaba como niebla. Los placeres de la vida en común: A tu lado voy desnudo. A mi lado vas desnuda. Nosotros seremos uno mientras vayamos a una. Y el desencuentro: Amadas de otro tiempo, / no me dejen tirado en las aceras/ de un amargo recuerdo. /Seguro que algo resta /de aquella travesía a las estrellas. Hay poemas sobre la vida en su forma más amplia: la playa, el erizo, la madre, los amigos, los compañeros, los generosos… y versos sobre la muerte, ya sean una reflexión general o sentido y cariñoso homenaje a los que se han ido. Podríamos desgranar esos versos, invocar la memoria a quienes se dedican e incluso adentrarnos en alguna composición de las llamadas por R. Williams, auto reflexivas: aquellas en las que el poeta reflexiona sobre la propia tarea del versificador y su relación con la herramienta, el lenguaje, las palabras. Podríamos incluso desgranar las influencias, cargados de pedantería suprema, intentando ser más doctos que el poeta, descubriendo sus juegos u homenajes. Bana- lidades.

Con todo ello no haríamos justicia al esfuerzo creador de Millares Cantero. Quedaríamos en simples comentaristas, tristes clasificatorios que terminan matando el impulso poético y, sobre todo ético, que se reflejan en las composiciones tan bien aquilatadas de este libro. No sobra una palabra, ni un verso ni un ritmo. Los leemos de corrido unas veces, atrapados por el ritmo y la sonoridad de alguno de los vocablos y los volvemos a leer, más pausados, absorbiendo cada verso, dándole vueltas. No en vano advertía Sánchez Ferlosio que la poesía hay que leerla varias veces para poder aprehenderla. La primera vez es una simple aproximación, cargada de emociones si se quiere como cuando se acude a una primera cita, sea esta amorosa o clandestina.

Y es que nuestro autor arranca su labor poética desde una profunda convicción ética, de compromiso con los de abajo, con la libertad, con los seres humanos en general, con la vida. Vida que es para gozarla y compartirla, sea en pareja, con las amistades, la familia (La luz encendida) o en la lucha política. Pues aunque los desencuentros y la muerte nos ronden, Millares no renuncia a los placeres de la vida, al canto de un pájaro, al rumor de las olas, al amor carnal y a la amistad. De ahí, de ese compromiso con la vida, rechazando las furias del dios del Antiguo Testamento (Ese terrible dios labrado a fuego…) o los mismos decretos de la muerte que alcanzan a los amigos (Contra las leyes del cielo y de la tierra /hoy decido que tu muerte no cuenta…), nace su compromiso ético. Profunda convicción reflejada en el recuerdo de los versos del malogrado Carlos Ortiz: Conmigo no han acabado. / Mañana vuelvo a nacer, versos hermanados con los de Thiago de Mello: Está oscuro pero yo canto, /porque llegará la mañana. Esa convicción dota a los versos de Millares de la fuerza y la potencia que nos hace leerlos una y otra vez. Recuerde la lucha política, un erizo o a una niña jugando con un clavo, rememore la playa de la infancia o se ocupe de un sin techo, siempre está hablando de nosotros mismos, por hablar de sí. No en vano Aimé Césaire insistía que su obra se refería a él, a su yo, pese a que siempre volvía a hablar de su tierra natal, La Martinica, de sus gentes, la negritud, porque él era parte de todo eso y no hubiese sido Aimé Césaire si no hubiese vivido entre ellos y en esa circunstancia. Así, la poesía de Millares lo convierte, más allá de los solipsismos (Entonces sobrevino el titubeo /acerca de que asuntos importaban/ frente al desafío poético…), en un compañero de cualquier lector. Y eso nace de su amor por el lenguaje, en el esfuerzo de construir el verso más perfecto y ajustado a lo que quiere contar. Sabe que su herramienta son las palabras y por eso las cuida al máximo, con la pretensión de comunicar con todos de la manera más ajustada posible, incluso cuando ironiza sobre sí mismo, pues lo lúdico también se encuentra en su lenguaje. El poeta es poeta cuando recita y publica, cuando se entrega los demás. Y mientras se le lea, peleará contra las ruedas del olvido. Cada vez que alguien recite o lea o recuerde un verso de Neruda, Machado, Benedetti, un título, una frase de Saramago o de Cervantes, estará luchando contra las implacables ruedas del olvido. Así los creadores nos ayudan a ser nosotros mismos, a recordar lo que fuimos y tomar consciencia de lo que somos y, por qué no, de lo que seremos. Cada vez que citamos, leemos o recitamos un autor estamos arrancándolo de las garras de la muerte y del olvido. Los mejores poetas son aquellos que perviven entre nosotros aunque ya no estén con nosotros, como los mejores amigos.

Ni el poeta ni nadie están solo, ni siquiera en la soledad de una habitación, una celda, una noche sin nadie a quien hablar. Estamos, y por tanto somos, construidos por nuestra relación con los demás, con lo que leemos y comentamos, los que amamos y con los que hemos luchado codo con codo. Uno de los mitos del capital es el del hombre hecho a sí mismo; espejismo encaminado a esconder las relaciones de producción, sociales, domésticas; ¿quién le ponía la cena a Adam Smith? Somos seres sociales, nunca aislados aunque vivamos en una isla y nuestra horizonte sea el mar: No terminan los relojes de arena, /el páramo carece de fronteras. Todos nos hacen y todos nos han hecho. Pese a que el poeta piense que escribe sobre sí mismo, siempre escribe sobre los demás. El valor de un poeta se mide en la capacidad de convocar a los lectores para que se reconozcan en sus versos, que cada palabra elegida se haga propia y viva entre nosotros. Idea Vilariño, pese a reclamar la intimidad y rechazar el ser publicada, terminaba aceptando la edición de sus versos, consciente de que no eran de ella, eran de todos, como son nuestros los versos de Millares Cantero.