ANÁLISIS

Los ojos «como dos estrellas negras»

A Carmen Martín Gaite se le murió enseguida su primer hijo, Miguel, mucho después moriría su segunda hija, Marta, y en medio tuvo premios literarios y otras alegrías

La escritora Carmen Martín Gaite, en una imagen de 1998.

La escritora Carmen Martín Gaite, en una imagen de 1998. / Andreu Almau

Juan Cruz

Juan Cruz

Desgarra el alma recordar ahora que aquella mujer que cantaba por la noche, con su hermana Ana María, con Jubi Bustamante, con Rosa Chacel, las canciones de la época, no cesó de tener las peores noticias que tiene preparadas la vida para hacer del tiempo un desfile de penas.

A Carmen Martín Gaite se le murió enseguida su primer hijo, Miguel, mucho después moriría su segunda hija, Marta, y en medio tuvo premios literarios y otras alegrías que serían las que la animaran a cantar aquellas noches. Su hermana, que era mayor que ella, la llevaba a esas farras, y era la que orquestaba esa alegría, a la que Carmiña, tocada de su gorra ilustrada de invierno, respondía con una risa que parecía un grito de amor o de auxilio.

Levantaba el ánimo verla así, y yo la vi muchas veces, en bares de Chamberí, rodeada de todos los que fueron sus amigos, a algunos de los cuales, como Ignacio Aldecoa, sobrevivió, tras una amistad que no tuvo vericuetos. A Ignacio le dedicó, en 1964, cuando murió de repente en Madrid, uno de los textos más bellos que se hayan escrito sobre un amigo recién fallecido. Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa es el título y es tan bello como el que le dedicó a Cesare Pavese, en la misma circunstancia, su amiga Natalia Ginzburg.

La misma Carmiña ha contado que entre las primeras caricias que mereció su vida, en el nacimiento, en su casa de Salamanca, estuvieron las manos de un viejo alto y flaco, que venía a ver a sus padres y que se llamaba Miguel de Unamuno. A finales del mes de diciembre de 1936, en la misma ciudad donde se hizo la primera vida de Carmiña, la tristeza pudo con el ánimo y la vida del ilustre profesor, enfrentado a Franco y a Millán Astray en el más simbólico de los episodios del horror de la guerra tras el asesinato de Federico García Lorca. Aquel nacimiento de la que sería luego la mejor biógrafa de los que fueron sus amigos y compañeros se produjo el 8 de diciembre de 1925; era «un día frío y soleado», y eso para sus padres y luego para ella fueron «presagio de buena fortuna, según dicen los nigromantes».

Repasar ahora esos recuerdos, mezclados con los hechos que luego fueron jalonando su propia vida, lleva a explicarse por qué aquellas noches de farra, y tantas otras ocasiones que llamaban a la alegría, no despertaran la tirantez asombrada de las comisuras de sus labios. Cantaba su hermana, seguramente para que se viera que con ella cantaba Carmiña, pero a ésta la abrumó aquella primera muerte, la de Miguel, hasta que se asoció la de María, ya mayor, aquella hija de la que fue «muy amiga», con la que «nos reímos juntos y nos contamos todo».

Eso iba por dentro, pero ella no asistía con el semblante marcado por la historia, sino esperando un porvenir que la aliviara. Es curioso que ahora venga a este texto la palabra porvenir, que fue la que ella utilizó para rememorar al mejor, al más admirado, con Ferlosio, que fue su marido, de sus amigos muertos. Aquel Aldecoa que se fue a los 44 años le alegró, a él, a todos, los años de la literatura y de las noches; Ferlosio le enseñó a guardarse textos que estaban aún tiernos para la imprenta, así que ella atendió sus enseñanzas, y las de Aldecoa, pero fue por su cuenta a editoriales y a concursos.

Nunca hizo ostentación de aquellas razones que tenía para guardarse del aspaviento en las fiestas. Y era privada, extremadamente privada, y muy trabajadora. La veo leyendo, e improvisando, su serie de conferencias sobre Ignacio Aldecoa en la Fundación March. Las tituló (y así fueron publicadas por Siruela) Esperando el porvenir, aquella palabra que ella asociaba con el día de mañana que algunas veces se truncó y se hizo lágrimas. Ese título que resumía lo que se cantaba en las noches y los días con Ignacio (y con tantos) era esta copla que: «Sentaíto en la escalera,/ sentaíto en la escalera,/ esperando el porvenir, / y el porvenir que no llega./ Y que no llega…/ Y que no llega…».

Como si fuera un emblema de aquellos tiempos oscuros que ellos animaban así, esa copla marcaba la esencia de los días, que ella combatía, también, yendo al Ateneo de Madrid, de la que fue socia de honor y en cuya biblioteca escribió todo lo que pudo. Porque ya es imposible encontrarla en la casa, que además no existe, ni en los bares, algunos de los cuales siguen estando, me fui al Ateneo el primer día de este agosto. Pedro López Arriba, el bibliotecario que hereda tradiciones lectoras en la institución más vieja de las que los republicanos de Azaña, por ejemplo, legaron a esta ciudad y a este país, me dejó ver algunas reliquias que Carmiña se dejó por allí.

Ella iba por las noches, hasta la una, a leer, a preparar libros suyos (el dedicado a Macanaz, por ejemplo), a partir de 1962. Como una miliciana de la lectura, alternaba el Ateneo con las librerías, para combatir con los que supieran los lugares comunes de las conversaciones literarias de la época, que no son muy diferentes a los que ahora se estilan. Aunque ahora sería muy difícil tener al frente de la conversación actual a una mujer como ella, marcada por la necesidad de hacer imprescindible la amistad en cualquier momento de la vida. En el Ateneo halló la vida, es decir, la posibilidad de hallarla en los otros, y en los libros. «Cuando iba al Ateneo estaba en mí, me abría, dejaba que las palabras de otros libros fueran creando en mi el moho del yogur. No es sólo ver, sino entregarse a la felicidad de ver, dejar que entre y nos habite esa felicidad».

Esas referencias que hace a sus visitas a la institución que la hizo feliz explican las razones de su apego cultural a aquella Casa. Ella iba, «casi siempre», a partir de las ocho de la tarde, «después de acostar a mi hija, y muchas veces, cuando sonaba el timbre para avisar el cierre del Ateneo, era yo el único lector nocturno de la sala».

De esa vocación tardía de autodidacta, seguía contando Carmen Martín Gaite, «nació mi interés por un personaje muy contradictorio, perseguido por la Inquisición, don Melchor de Macanaz, sobre el cual nadie había hecho un estudio serio. Por seguirle la pista abandoné mis estudios literarios, me metí en archivos, hice viajes a Simancas y a París, y al cabo de siete años de tenaz pesquisa, había reunido los suficientes datos para una biografía, que apareció en 1970».

En 1993 descubrí a Rafael Azcona, uno de sus grandes amigos, con Aldecoa y con Josefina, la mujer de este. Ese mismo año encontré en la librería Dédalus de Madrid, especializada en libros viejos importantes, Cuaderno de godo, la crónica de un viaje de Ignacio por las islas Canarias. Meses más tarde fui a escuchar a Carmiña a la Fundación March. Iba a dar su serie de conferencias sobre su amigo.

Carmiña hablaba sentada sobre su cuerpo, tocada con aquella gorra entre melancólica y desafiante, miraba papeles que no leía, y nos subyugó a todos contándonos la consecuencia literaria de aquella copla: qué hacía aquella generación, la suya, esperando el porvenir en un país que aún se quitaba legañas de una guerra que no cesa. Fue apasionante escucharla, como si no sólo abrazara a Aldecoa sino a todos aquellos amigos que no perdieron la esperanza de que llegara el porvenir, y el porvenir que no llega, que no llega…

Entonces entendí por qué los padres de Carmiña le dijeron que, al nacer, aquel día de diciembre de 1925, soleado y frío, lleno de luz, ella tenía los ojos «como dos estrellas negras»…