Apostados en el andén

Un clásico como Malinowski definió el proceso de creación literaria como «una vaca que da cornadas contra una locomotora»

Una ilustración de Dani Torrent.

Una ilustración de Dani Torrent. / antonio puente

Desde «estar como un tren» a ser el «furgón de cola», o desde un «choque de trenes» a «subirse a un tren en marcha», o al «último tren», tras haber permanecido arrumbado como «un tren en vía muerta», pasando por el cálculo del «tren de vida» que lleva una persona, el ferrocarril está muy presente en el imaginario cotidiano. De su relevancia como símbolo de los tiempos dejó constancia el ultimísimo Zygmunt Bauman al explicar así la «ansiedad» generalizada de nuestra nueva condición de «espectadores globales»: gentes apostadas en los petados andenes viendo pasar trenes de alta velocidad, uno tras otro, sin que podamos subirnos a ninguno, y siempre a la nerviosa espera del venidero…

Del mismo modo que la naturaleza se mimetiza con el arte, en ocasiones la literalidad imita a las metáforas. Este verano, sin ir más lejos, que se inició con el recordatorio del décimo aniversario del trágico accidente ferroviario de Santiago de Compostela (y aún antes, en mayo, con motivo del 90 aniversario de la Feria del Libro de Madrid, se creó el Tren de la Cultura, cargado de escritores, entre Zaragoza y la capital), concluyó con miles de viajeros apostados en los andenes, a causa de las inundaciones por la irrupción de Dana, sobre todo entre Madrid y Sevilla. Es cierto que, para los canarios, es un transporte más bien psíquico, desde los exterminados ancestros de La Pepa, los nonnatos grandes proyectos grancanarios, los persistentes tranvías chicharreros, los vagones casi de juguete de algunos enclaves turísticos, o, en fin, esos trenes androides que se forman con los cuñados y cuñadas en algunos bodorrios a altas horas etílicas… Pero la imagen del ferrocarril como señal del ciclo biográfico y del proceso creativo mismo es un clásico de la literatura universal. Malinowski, por ejemplo, definió el proceso de creación literaria como «una vaca que da cornadas contra una locomotora». Y Pablo Neruda, que les concedió vida orgánica («oruga, entre las hojas frías y la tierra fragante», y «equilibrio azul” de «sombra, cascada o ave»), llegó a concebir la existencia de un «cielo de las locomotoras», a donde irían a parar, finalmente, los penitentes trenes en vía muerta. Y, mucho más lejos, el también chileno Armando Uribe lo erigió en siniestro emblema del despecho amoroso: «¿Dónde estabas, maldita, mientras yo en largos trenes / llenos de muertos despulgaba niños...?».

La riqueza del tren como metáfora vital y literaria estriba en su ambivalencia, pues es también, con su bendito traqueteo a ras de suelo, imagen de placidez suprema. A diferencia de sus ancestros, los barcos, y de sus descendientes, los aviones, el tren nos permite navegar en tierra firme, como una exacta prolongación de la vivienda. ¿Quién no se sube a un tren mansamente, más confiado y relajado, incluso, que en su propio automóvil? ¿Quién no ha colocado alguna vez la sien en el regazo de su amplia ventanilla protectora, embelesado con la danza furtiva de sus cortinas con los propios flecos? Dice un proverbio chino: «Si no cambias de dirección, acabarás en el lugar exacto al que te diriges». En ningún lugar se cumple –o debería cumplirse– tan cabal ese presagio como al trote del traqueteo, con sus puntuales piafidos y relinchos, cuya emoción de nuevas inminencias amortigua la nostalgia del andén dejado. Miguel Delibes dedicó memorables pasajes a reivindicar el tren como el santuario de las más sabias conversaciones entre las gentes de campo; el lugar donde antaño se pegaba la hebra plácidamente, cuando los compartimentos, como su nombre indica, servían para compartir.

Delibes dedicó memorables pasajes a reivindicar el tren como santuario de las conversaciones de la gente del campo

Desde su expansión, en el siglo XIX, el tren se convirtió en el más idóneo símbolo del progreso, con un rostro casi humano, emitiendo, incluso, pipa en ristre, silbidos de reclamo. Un avión no agota el cielo, ni un barco abole el mar. Un tren, en cambio, avanza soberano sobre su par de raíles ferroviarios, demarcando un confín. De ahí que se erigiera en prodigioso símbolo futurista; y en la gran metonimia para designar, a la vez, el ciclo biográfico, con partida y destino final, y el proceso de creación de una obra. De ahí su dualidad, pues, frente a metáforas que hablan del dulce trotar a bordo, las hay también muy negras, como esta imagen de paroxismo que ofrece Robert Lowell: «¿Y si las luces que vemos al final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?»...

Jorge Teillier, en su largo canto alucinado Los trenes de la noche, asevera que «el tren parte en dos al pueblo / como cuchillo que rebana el pan caliente»; y que, tras la ventanilla, «los pinos descortezados y nudosos nos miran, y su rostro es el rostro de nuestros verdaderos antepasados». Y afirma también, con extraños tintes de greguería, que «La luna contempla al tren, al subir la cuesta, con la misma cara airada que el reloj de cocina al adolescente que por primera vez llega tarde a casa»... Para él, los vagones son seres animados. Habla del «sudoroso tren de la tarde», que parte «con resoplidos de boxeador fatigado». Y, en paralelo a la vaca de Malinowski, equipara, en fin, su propio proceder en la creación poética con un paciente caballo blanco cuyas crines han quedado enganchadas al coche de un tren a punto de partir...

Frente al tren en movimiento como sinónimo de pletórica vida, su abrupta detención –un tren en vía muerta– simboliza el final. El mismo Teillier cinceló este sencillo epitafio: «¡Hasta luego, raíles, girasoles....!». Y, con su proverbial flema cáustica, el peruano Emilio Adolfo Westphalen equiparó su propia muerte a este parón ferroviario: «El tren se ha detenido en el silencio opaco y sin ecos de la noche anónima. Es la llegada a término // no se reanudarán ya más ni agitación ni bullicio ni carcoma».