Entrevista | Daniel Barreto Doctor en Filosofía

Daniel Barreto: «El nacionalismo es hoy un mito que oculta la crisis»

Daniel Barreto, doctor en Filosofía, intervino días atrás en el ciclo ‘No-Todo’ del TEA (Tenerife), donde pronunció la conferencia ‘Nacionalismo, racismo y antisemitismo’.

Daniel Barreto.

Daniel Barreto.

En su conferencia intentó esclarecer las causas del auge global del nacionalismo, ¿cuál es su tesis?

Hoy el sentimiento nacional es una elaboración simbólica del temor. La crisis de 2008-2014 se cerró en falso y ha generado un nuevo miedo a la exclusión, frustración y resentimiento. Miedo no a ser explotado, sino a engrosar las filas de la población considerada «sobrante». La descarga de la frustración a través de símbolos colectivos es la motivación principal del furor nacionalista, tanto a izquierda como a derecha. Pero se expresa sobre todo en el populismo autoritario. En este tiene lugar la idealización vertical del líder y la identificación horizontal con el resto de seguidores. Esto genera un sentimiento de unidad que desprende un aura casi religiosa. Pero se trata de una ilusión, de un narcótico. De hecho, cumple las funciones de los mitos: ocultar lo que realmente está pasando a la sociedad, el cambio climático, y las crisis energética, alimentaria y de la propia subjetividad.

Pero el nacionalismo es un concepto moderno, ¿es correcto concebirlo como un mito en el tiempo en que la ciencia ha desterrado los mitos?

Es cierto que la sociedad moderna presume de haber dejado atrás los mitos como antiguallas del pasado. Pero en realidad la sociedad burguesa produce nuevos mitos. Entre ellos sobresalen dos: el crecimiento económico y la nación. Ambos invierten medios y fines cuando festejan con naturalidad el sacrificio de seres humanos en el altar de la producción o de la patria. El sacrificio por el crecimiento económico se lo lleva todo por delante. En circunstancias normales los mitos modernos son discretos. Solo enseñan sus símbolos y tiernos sentimientos comunitarios en los éxitos deportivos. Pero cuando llega la crisis pasan a primer plano. Y este es precisamente el meollo del nacional-populismo, su condición mítica.

Entonces usted establece una relación entre el auge del nacionalismo populista y la crisis económica.

Sí. De fondo estamos en una crisis de civilización. El capitalismo global ha alcanzado un doble límite en su capacidad de crecimiento. Uno externo y otro interno. El externo remite a la contradicción insalvable entre el irracional crecimiento infinito y la finitud vulnerable de la naturaleza. El XXI es el «siglo de la gran prueba», como ha escrito Jorge Riechmann, es decir, lo que hagamos esta centuria será decisivo para afrontar las consecuencias devastadoras del cambio climático. Y el límite interno objetivo obedece a la sustitución de mano de obra por las nuevas tecnologías de la última revolución industrial, la microelectrónica. La reducción del trabajo humano va minando la base de acumulación del valor. Esta vez la innovación tecnológica no tendrá efectos análogos a las anteriores. El proceso histórico de valorización del capital habría acabado por encontrar un bloqueo interno, producido por su propia dinámica irracional de competitividad, crecimiento y ceguera a las necesidades humanas. La crisis ecosocial agudiza la precarización laboral, exige flexibilidad o «resiliencia», es decir, adaptación sin reserva al mercado. El carácter flexible en realidad contribuye a la desintegración psíquica. Por eso el aumento desorbitado de la ansiedad, la depresión, los suicidios o los problemas de salud mental en general. 

En su conferencia estableció una conexión continua entre política y psicología, como si fueran determinantes los cambios sociales en la vida interior de los individuos.

Se trata de un enfoque de psicología-política, en la tradición de Erich Fromm, Adorno y Horkheimer. Pero es un punto de vista imprescindible. Por ejemplo, para comprender la falsedad que supone creer que la miseria y la marginación solo tengan consecuencias psicológicas para los pobres. Cuando la pobreza alcanza cierto umbral, nadie queda indemne. Se extiende entonces un tipo de carácter social dominante. Y el actual responde a las características del trastorno narcisista. 

«La irracionalidad del sistema capitalista es explicada por error en términos de control de una minoría en la sombra»

¿Cuáles son sus rasgos principales? 

El narcisista tiene un yo precario. Carece de empatía y se siente hueco. Por eso necesita insertarse en totalidades imaginarias que alivien su impotencia. Esa función la cumple hoy la «nación». En la fantasía de fusión narcisista con la nación se abren paso dos tendencias psíquicas orientadas a contener la fragilidad: la negación de la ambigüedad y la idealización. La primera no soporta la complejidad y la ambivalencia. La segunda divide tajantemente la realidad en dos bandos: lo puro y lo impuro, lo limpio y lo sucio, lo divino y lo diabólico. Esto se ve con facilidad en la atmósfera de polarización social que ha rodeado las campañas electorales durante este año. A medida que aumenta el miedo, la idealización se agudiza, pues el objeto adorado promete protección frente al colapso. Al mismo tiempo la agresividad interna se proyecta hacia los extranjeros, los diferentes y todos aquellos que evoquen la propia fragilidad. Eso explica en parte el aumento de las «manadas sexuales», el acoso escolar y, al menos en parte, la agudización del odio machista a la mujer.

Pero usted no habló solo de nacionalismo, sino que lo vinculó estrechamente al racismo y al antisemitismo. ¿Dónde reside la relación?

Ello responde a lo que dije anteriormente, a la proyección de la agresividad en dos direcciones: hacia las élites y hacia los extranjeros e inmigrantes. Y estas dos proyecciones, si se profundiza en ellas, nos llevan al racismo y al antisemitismo. De hecho, lo que intenté exponer en la conferencia es que el nacionalismo se sostiene hoy sobre el racismo y el antisemitismo estructural. 

Es una afirmación bastante dura y además da por hecho que son distintos y no variantes de un mismo fenómeno. 

El racismo no es solo un prejuicio. Sus orígenes remiten a la relación de razón y naturaleza que desarrolló la filosofía de la Ilustración. Esta atribuye la superioridad europea a la capacidad para separarse de la naturaleza y dominarla. En cambio, los no-europeos seguirían atenazados por una naturaleza que los domina y priva de libertad y razón. Por eso en Europa habría sociedades, formadas por sujetos libres, y en África, por ejemplo, comunidades. El déficit de razón y libertad arroja sobre el no europeo la sombra de la ilegalidad, la incapacidad para el trabajo y una supuesta sexualidad desenfrenada. Se asocia siempre la inmigración a la ilegalidad; se le acusa de desconocer la moral del trabajo y el esfuerzo y se proyecta en ella una sexualidad desenfrenada. Ahora bien, durante la crisis, el racismo liberal pierde fuelle, no es capaz de sostener el equilibrio de los individuos. Entonces, ante el peligro, el pueblo tiende a perder la condición de sociedad y desea convertirse en comunidad. La nación aparece de este modo como una solución. En ella sueña con recuperar los vínculos cálidos premodernos, anteriores a la sociedad industrial. Pero esto es ideología. El discurso populista defiende que la decadencia nacional habría sido orquestada por el multiculturalismo, el ecologismo y el feminismo. Así se justifica la ocupación del fantasma de la patria por el lado bueno de la idealización. Esa es la fuerza que prende en el discurso antiimigración y en las nuevas manifestaciones racistas. Y en cierta medida también es la fuerza que tensa la política como polarización entre España y «Antiespaña».  

¿Y cuál es el papel del antisemitismo, en el que se centró especialmente en su intervención?

La idealización protectora fabrica la imagen de una élite perversa causante de los males que sufre el pueblo bueno e inocente. La élite sería entonces el enemigo que busca desintegrar la nación a través del «gran reemplazo» de los autóctonos. Para ello habría organizado la inmigración ilegal a Europa, controlaría los medios de comunicación imponiendo la corrección política y ocuparía los oscuros despachos de la Unión Europea y de los organismos financieros internacionales. 

Eso recuerda mucho al discurso que manejan las teorías conspiratorias. 

Completamente. Para los creyentes en las teorías conspiratorias cualquier noticia pertenece a la red global de dominación que traza la difusa élite perversa. Datos que de forma aislada pueden ser ciertos, como el monopolio en los grandes medios de comunicación, se enganchan en un relato paranoico que resiste cualquier refutación racional porque ante todo cumple la función de proteger psicológicamente al individuo. La irracionalidad del sistema capitalista, su dominación ciega y abstracta, es explicada erróneamente en términos de control en la sombra de una minoría todopoderosa. Cualquier detalle insignificante se interpreta como otra prueba más de que estamos dominados por poderes ocultos que planifican todo lo que sucede.

¿Pero qué tiene eso que ver con el antisemitismo?

 En realidad, la proyección del odio en las «élites globalistas» repite un esquema muy antiguo, al que la sociedad moderna ha recurrido en sus crisis: el antisemitismo. A pesar de la ausencia de referencias a los judíos, el odio a la élite posee una estructura antisemita. Se trata del carácter específico del antisemitismo frente al racismo. Para el racismo el extranjero es «menos» sujeto y más naturaleza. En cambio, el antisemitismo atribuye imaginariamente al judío un plus de subjetividad, inteligencia y libertad. Es visto de algún modo como un «supersujeto». En la élite se pone rostro al máximo poder de la sociedad burguesa: el dinero, que «no tiene patria» y amenaza con ello la tierra y la estabilidad del pueblo. Para la visión antisemita, el judío es un enemigo diferente al extranjero: no es un emisario de otra cultura, sino la anti-cultura, la anti-nación. En lugar de afrontar y comprender el funcionamiento de la forma de producción capitalista, que nos incluye a todos en nuestra producción y consumo, la visión antisemita se sirve de una explicación falsa que le permite, por un lado, ventilar el miedo y la frustración y, por otro, apuntalar la fe en el mismo orden económico. Por eso es una rebelión conformista, es decir, en sus formar parecen «antisistema», pero en el fondo, es decir, en la política económica se identifican por completo con el orden capitalista. 

«La figura masiva de los apátridas debe hacernos repensar el marco del estado-nación»

¿Pero solo es antisemitismo estructural o hay formas del antisemitismo explícito?

Hay pasadizos rápidos del antisemitismo estructural al clásico. El mito de la élite no solo se proyecta sobre la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional, Wall Street o el Club Bilderberg. En Hungría, por ejemplo, la demonización del magnate y filántropo Georges Soros, superviviente del Holocausto, remite directamente al antisemitismo en sentido estricto. 

¿Y cómo trataría de disuadir a los creyentes en las teorías conspiratorias?

Es muy difícil, porque la enuncian precisamente para defenderse de la realidad. Lo más importante es lo que escuchan quienes todavía dudan y no han caído del todo en esa paranoia colectiva. A ellos les diría que por más que existan grupos transnacionales de poder y corporaciones de influencia global, estos no pueden hablar planeado el cambio climático, que tiene su origen en la aparición del capitalismo industrial. Ningún lobby en ningún consejo de administración, por más poderoso que este sea, pudo haber programado el modo de producción capitalista durante la edad moderna. Ni la dinámica histórica de sus crisis.

Su análisis es ciertamente muy pesimista. ¿Propone alguna alternativa?

Ante el miedo y el narcisismo, como ante las distorsiones compensatorias del nacionalismo y el antisemitismo, hemos de oponer, al menos para empezar, una ampliación de la cultura democrática. Una cultura que se sitúa en las antípodas del populismo, tanto de derechas como de izquierdas. El populismo conlleva la creación del pueblo como sujeto político guiado por un líder y opuesto a una supuesta élite perversa o un enemigo externo. Los vínculos con el caudillo están emocionalmente sobrecargados. Y necesitamos más pensamiento crítico que «masas virtuales» enardecidas. A pesar del énfasis en el nuevo protagonismo de los de «abajo», el populismo condena el pueblo a la pasividad. Desde ese punto de vista, la cultura democrática debería ser «antipopulista» y posnacional, pues la crisis ecosocial no puede ser abordada bajo banderas y fronteras, sino a partir de quienes son excluidos globalmente como «población sobrante». Deberíamos haber aprendido lo que indicaba ya Hannah Arendt a propósito de la II Guerra Mundial, la figura masiva de los apátridas debe hacernos repensar de cabo a rabo el marco del Estado-Nación.

Recuerda mucho eso que dice a la «democracia participativa», que está en boga desde hace tiempo, incluso es propuesta por las instituciones. 

Pero conviene señalar que la apelación a la cultura democrática puede resultar vaga. Incluso desvirtuarse en una retórica de la «democracia participativa», que hoy da la impresión de estar capturada por la jerga de la política profesional. Tal vez pueda ser más provechoso evocar la experiencia histórica del movimiento obrero. Buena parte de su acción política del consistió en crear espacios formativos para la comprensión crítica de la sociedad. Y esto significa claramente la prioridad del pensamiento libre y autónomo frente al dirigismo y la vanguardia. En el movimiento obrero coexistía un doble sentido de cultura. Primero como los conocimientos y saberes que permitían integrarse en la nueva sociedad del mercado. Pero también significaba la creación de una forma de vida alternativa. El acceso a la formación podía combinar este doble sentido y se manifestaba en una actitud antipopulista frente a creencias y costumbres que estaban presentes en los trabajadores. Entre ellos había que combatir también el racismo, el machismo y el antisemitismo. Y no convertir el miedo en odio a la casta a fin de ganar elecciones y repartir cargos. Populismo y autogestión son incompatibles.