El incansable inspector Imanishi

‘El castillo de arena’ es una de las obras claves de Seicho Matsumoto, el maestro de la novela negra japonesa

‘El castillo de arena’

‘El castillo de arena’ / La Provincia

marta marne

En El expreso de Tokio, novela recuperada por Libros del Asteroide en 2014, ya podíamos vislumbrar algunas de las obsesiones de Seicho Matsumoto (Fukuoka, 1909-Tokio, 1992): su amor por los trenes, por los horarios y la importancia de la exactitud de los acontecimientos, por exponer paso por paso cada uno de los aspectos que son relevantes en una investigación policial. Aunque tan solo tres años separan la publicación original de aquella y El castillo de arena, se puede apreciar una evolución, una madurez a la hora de desarrollar algunos temas.

El libro arranca con un planteamiento que atrapa desde las primeras páginas gracias a un recurso de anticipación. Dos hombres entran una noche en un bar y se nos deja claro que algo va a suceder. No tardamos en descubrir que uno de los dos acaba asesinado en las vías del tren y que su rostro ha sido desfigurado hasta el punto de hacer casi imposible su identificación. Al interrogar a quienes estuvieron en el mismo local aquella noche, todos recuerdan que la víctima hablaba con el dialecto de Tohoku. El acento era muy marcado, y los que se dieron cuenta de ello coinciden en su declaración. También, que escucharon comentar algo sobre un tal Kameda, un nombre que sin ser común tampoco es raro. Con tan pocas pistas, el inspector Imanishi va a tenerlo muy difícil para poder resolver este caso.

Si hay un aspecto que caracteriza las novelas de Matsumoto es su falta de prisa, un elemento propio también de la literatura japonesa en general. A lo largo de sus más de 400 páginas está pasando algo de manera constante, aunque no debemos esperar grandes giros ni sorpresas. Sin embargo, no hay apenas pausas en la trama: todo está al servicio de la historia que nos quiere contar. Desde los acontecimientos más insignificantes hasta los hilos argumentales que nos guían a través de sus capítulos. Pero Imanishi no es infalible. Transita caminos que no parecen llevarle a ninguna parte, pero que resulta imprescindible recorrer para descartar posibles vías de investigación. Algo que se parece más al desarrollo de un caso real que lo que podemos leer en otro tipo de obras.

La forma en que la trama está planteada resulta hipnotizante y logra que no te despegues de las páginas del libro hasta la última línea. Matsumoto era un genio manteniendo el interés con detalles minúsculos de lo más atractivos. Pero si hay un elemento que siempre consigue enamorar a sus lectores son sus personajes. El binomio Imanishi-Yoshimura es fascinante. Es una lástima que Yoshimura aparezca tan poco, porque la complicidad que construye entre los dos protagonistas, la sensibilidad y el respeto que muestran abiertamente, son de una belleza que atrapa.

Como broche a todo esto, el retrato urbanístico del Japón de los años 60 resulta extraordinario. Imanishi no duda en disponer de su tiempo (y de su dinero) para resolver este misterio, y para ello recorre diferentes puntos de la geografía nipona. Kameda, Enzan, Katsunuma, Ise, Ishikawa. Granjas viejas y mugrientas, casas con secaderos de fideos secos, zonas urbanas con bloques de pisos. Una novela de personajes en la que el paisaje va mucho más allá de un mero telón de fondo.