Una noche que no sabe de amaneceres

La ganadora del Café Gijón aborda la tragedia de la gran cultura rusa masacrada por los sóviets

M. S. Suárez Lafuente

Esta novela, ganadora del premio Café Gijón 2023, recrea una larga carta de la poeta Anna Ajmátova (1889-1966) a otra poeta, Marina Tsvietáieva (1892-1941), dos décadas después del suicidio de ésta. Ajmátova rememora los difíciles años de Rusia, URSS desde 1922, en la primera mitad del siglo XX, según fueron vividos por ambas mujeres y por sus amistades de los círculos intelectuales y literarios de Moscú y la ciudad que hoy es San Petersburgo.

Desde la primera página sabemos que los acontecimientos que Ajmátova va a narrar fueron devastadores, como lo refleja un vocabulario que no deja lugar a dudas: huida, evacuación, destrucción y muerte se repiten con demasiada frecuencia en los primeros compases de la novela, para terminar, hacia el final de la narración, en el mismo campo semántico: encarcelamientos, delaciones, torturas, destierros. Entre ambos tiempos, el miedo, «un miedo vulgar y corriente, instintivo pero atroz, incesante: el miedo que me martirizó todos esos años».

Aún así, no falta la poesía, las palabras con que redimían su miseria cotidiana ambas poetas y Pasternak, Mayakovski, Mandelstan, Blok: «El camino radiante por donde mi musa triste me guiaba (…). Así podría ser la vida: pasear, besarse, envejecer… sin sentir el tiempo, que flotaría ligero sobre nosotros, igual que suaves y delicados copos de nieve». La novela está jalonada de versos y estrofas de los diferentes escritores que Ajmátova trató, a la vez que narra las líneas fundamentales de sus vidas y sus logros literarios con recuerdos que «se vuelven canción y pena» arrastrados por una memoria «dolorosamente incisiva».

A una infancia que ahora recuerda como probablemente feliz y a los primeros encuentros con el amor, siguen años duros posteriores a la Revolución de 1917, cuyos ciclos Tsvietáieva había pronosticado: «El hambre, la guerra civil, la venganza, la crueldad, la locura, los fusilamientos, el terror, la sangre, la sangre, la sangre…» En el camino, murieron los sueños de una literatura rusa que iba a «forjar un mundo nuevo» pero quedó «truncada y rota».

Antes de que llegue el olvido sorprende por la magistral conjunción de dos propuestas aparentemente antagónicas: por un lado, Ana Rodríguez Fischer no escatima las páginas más crueles y absurdas del desarrollo de la URSS, pero lo complementa con una prosa poética e intimista que nos hace partícipes de la vida cotidiana y del sentir de los personajes que pueblan la novela. Hay profusión de episodios de frustración, miedo y desesperanza, pero también de calidez humana, de amistad, de belleza, incluso.

Ajmátova nos recuerda que el pueblo ruso siempre se había distinguido por amar la naturaleza y sus escritores por ser excelentes paisajistas, y para demostrarlo la poeta recita versos y recuerda escenas que, cargadas ahora de significado, expresan la grandeza de la estepa nevada, del río helado, del cielo inmenso y, en primavera, «el deshielo del Dniéper que formaba un mar azulado que se veía nada más salir de la ciudad». De estas estampas y estos recuerdos sobreviven los poetas en los tiempos difíciles.

Por las páginas de esta novela discurren otros nombres conocidos, como Pushkin, Voloshin, Bulgákov o Modigliani, que pintó repetidas veces a Ajmátova durante el tiempo que convivieron en París. Se pueden seguir también los tiempos y las circunstancias en que tanto la narradora como Tsvietáieva escribieron sus diferentes poemas y libros, así como el sentimiento que las guiaba.

Es especialmente triste el pasaje en que Ajmátova recuerda el momento en que surgió Réquiem, en la larga cola de mujeres «más muertas que vivas», de «miradas vacías», esperando delante de la cárcel, ateridas de frío, hambre y temor, para visitar a sus familiares. Ajmátova tenía encarcelado a su único hijo, que estaría casi veinte años sufriendo trabajos forzados en Siberia y saldría de allí «un hombre destrozado que supuraba odio contra la humanidad entera», incluida su madre. Ajmátova empezó a componer Réquiem, «para dar voz a todas las mujeres que han callado mil años, y todavía siguen callando», en 1939. Sin embargo, por temor a las delaciones y los registros, no lo completó hasta 1962. Todos esos años, «el poema solo existió en la cabeza de once personas, en cuya memoria se conservó».

Es evidente que Rodríguez Fischer es una gran conocedora de la literatura rusa, pero eso no bastaría para escribir sobre Ajmátova como lo hace, haciéndonos creer que, efectivamente, es la propia Anna Ajmátova quien narra sus vivencias y que es ella quien pasó dos tardes memorables con Marina Tsvietáieva. Para conseguir este efecto hay que ser muy buena escritora y tener un gran dominio del arte, de la historia y de la naturaleza humana. Sin duda su trabajo como catedrática de Literatura Española en la Universidad de Barcelona ha ayudado a esta asturiana de Vegadeo a completar esta hermosa novela. No es la primera que escribe, sino la sexta, ni es el Premio Café Gijón el primero que recibe. Como crítica e investigadora cuenta también con trabajos académicos sobre, entre otros, Rosa Chacel, José María Guelbenzu, Eduardo Mendoza y Juan Marsé.