Virginia Woolf: licencia para escribir

El sello Alfaguara reedita ‘Una habitación propia’ con ilustraciones de María Hesse

Virginia Woolf. | | LA PROVINCIA/DLP

Virginia Woolf. | | LA PROVINCIA/DLP / Santiago j. henríquez

Santiago j. henríquez

La obra de Virginia Woolf como referente literario para el feminismo de la primera ola en Europa no solo ha dado como resultado el que la autora de La señora Dalloway sea estudiada como una sufragista adelantada a su tiempo en asuntos relativos a la sumisión de la mujer y el diálogo social sujeto a la conciencia ideológica de principios del siglo XX, sino como una escritora inmersa en un doble proceso: individual, por situarse frente a cualquier visión dogmática que rebajara su contribución a la sociedad, y multidimensional, este último, por la atmósfera transformadora que proyecta en Una habitación propia.

El feminismo liberal sufragista de los años en que Virginia Woolf comenzó a publicar en el Times Literary Supplement y preparaba la edición de su primera novela, Fin de viaje, impresa en 1915 por Gerald Duckworth and Company Ltd., trabajaba concentradamente en la obtención del derecho al sufragio. Algunas de las primeras activistas anglosajonas pertenecientes a unas u otras alianzas cuyas componentes intentaban abordar de manera conjunta la obtención del voto, asumieron desde el principio que el camino no iba a ser del todo fácil. La Great College Street Society a la que pertenecían Lydia Becker y Millicent Fawcett unida a la Parliament Street Society de la que formaba parte Emmeline Punkhurst trataron por todos los medios de favorecer el voto femenino independientemente de si la mujer estaba casada, era viuda, seguía soltera, tenía treinta años cumplidos o se encontraba en alguna otra situación difícil de precisar. Hasta que no se logró el derecho al voto de las mujeres en 1918, la división de opiniones en la política nacional británica en relación con las demandas de las sufragistas anglosajonas se reflejaba en la multiplicación de partidos cuyas activistas, muchas de ellas, de manera apasionada, requerían mayores compromisos de equidad y fortalecimiento en consonancia con la expansión territorial, el potencial económico del país y el vigor político del Imperio.

«Pensando en todas estas mujeres que habían trabajado año tras año y encontrado difícil reunir dos mil libras…», escribe en los primeros compases de Una habitación propia que la editorial Alfaguara acaba de publicar en edición íntegra e ilustrada por la onubense María Hesse, «¿qué habían estado haciendo nuestras madres para no tener bienes que dejarnos? ¿Empolvarse la nariz? ¿Mirar los escaparates? ¿Lucirse en Montecarlo?». Nada de eso, desde luego. Desde la subida al trono de la reina Victoria en 1837 hasta los primeros años del reinado de Jorge V, la misión de la mujer en la sociedad británica venía muy bien explicada en algunos tratados claramente destinados a orientar su futuro. Las hijas de Inglaterra: su posición en la sociedad, carácter y responsabilidades y Las madres de Inglaterra: su influencia y responsabilidad ,de la famosa ideóloga de la vida doméstica Sarah Ellis y Talento de madre, de la médica y escritora antifeminista Arabela Kenealy, todos ellos reeditados de manera incansable hasta 1918 para el fortalecimiento de lo femenino, ubican al hombre y a la esposa en esferas separadas al establecer ente ellos una relación de poder asimétrica. «Una mujer debe tener dinero», en concreto, «unas quinientas libras al año», concluye, «y una habitación propia para poder escribir novelas». Esto mismo debieron pensar María Guerrero, la célebre actriz española, Elizabeth Arden, la famosa perfumista canadiense y Coco Chanel, la diseñadora francesa del traje con chaqueta y falda que, desde los talleres parisinos de la rue Cambon 3l, consagró su historia a la elegancia, a la alta costura y a la Europa modernista. «La madre de Mary…», continúa la narración en Una habitación propia, «si hubiera montado un negocio, si se hubiera convertido en fabricante de seda o magnate de la Bolsa…», reprocha Virginia Woolf a las sufragistas de la Ilustración, «aquella noche hubiéramos podido estar sentadas confortablemente y el tema de nuestra charla quizás hubiera sido arqueología, botánica, antropología, física, la naturaleza del átomo, matemáticas, astronomía, relatividad o geografía».

Una habitación propia, con una mesa y un papel en blanco, es algo más que una estancia separada del hogar; algo más que un ensayo narrativo de corte autobiográfico en el que la escritora de Bloomsbury trata de fortalecer su relación personal con la escritura y, de manera comprometida, preguntarse sobre la escasez de novelas escritas por mujeres a lo largo de la historia. En todos y cada uno de los capítulos que conforman el ensayo, seis en total, Virginia Woolf trata de ahondar en la mujer de la clase media, en su opinión, el personaje más atractivo e influyente del país. Las visitas que realiza a la British Library refuerzan la idea de que, a lo largo de la historia, dicha figura se ha visto reducida a las labores del hogar. Ser buena, educada y feliz habían sido sus mayores responsabilidades. Dar por hecho que ha reconocido su inferioridad respecto al hombre, que ha examinado su propia naturaleza y ha tomado la decisión de no vivir para ella sino para los demás, ha formado parte de su vida y de su resignación. «¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua?», se pregunta a sabiendas de lo que contenían los manuales de conducta. «¿Por qué era un sexo tan próspero y el otro tan pobre?», se cuestiona al constatar que tener cualquier otra ambición, expectativa o gusto personal más allá de la norma implicaba una anormalidad en la esencia femenina, un apartamiento de la feminidad victoriana. «¿Qué efecto tiene la pobreza sobre la novela?», insiste al escribir sobre la mujer sujeta a la voluntad masculina. Pero, sobre todo, «¿qué condiciones son necesarias para la creación de una obra de arte?», trata de averiguar como si quisiera perseguir un bien ideal: un prototipo de perfección ético-estético que Moore y Wittgenstein acaban de formular en Principia Ethica (1903) y Tractatus Lógico-Philosophicus (1922) al concluir que lo bueno no puede definirse, simplemente se identifica al pasar de ser, en unas ocasiones, un estado de conciencia producido por el goce del trato humano y, otras, por la belleza de un objeto. «Para empezar», afirma la autora de Orlando con profunda renovación de su ética, «una mujer debe tener dinero». Sin pretender con ello cambios en la noble y extendida Pax Britannica de 1900, añade: «y una habitación propia si desea escribir ficción» lo que, según nuestra escritora, sería lo adecuado: aquello que llevaría verdaderamente la felicidad a cualquier mujer que deseara convertirse en escritora.