«Venceréis pero no convenceréis»

Unamuno y su grito enconado contra el poder

Unamuno,  en su biblioteca.

Unamuno, en su biblioteca. / La Provincia

Sonia Petisco

Sin duda uno de los principales motivos del inmerecido destierro de Miguel de Unamuno a la que él solía aludir como «la isla fuerteventurosa» fue su despiadado enfrentamiento dialéctico con «el trío dictatorial» de aquella España de 1923 a 1930 formado por el general Primo de Rivera, el militar Severiano Martínez Anido y el propio monarca Alfonso XIII. Desde los inicios de la instauración del Directorio Militar, nos encontramos ante una escisión o conflicto entre el discurso gélido e inquisitorial de las altas esferas gubernamentales y la voz ejemplar e insobornable del Rector de la Universidad de Salamanca alzándose de forma implacable contra un régimen degenerado que prohibía la libertad de conciencia y de expresión: porque «lo que los fascistas odian por encima de todo es la inteligencia», afirma de forma rotunda.

Apoyado de forma clandestina por otros grandes intelectuales y políticos como Vicente Blasco Ibáñez o el gran olvidado Eduardo Ortega y Gasset, aquel «fuerte vasco», «de quimérica montura» según lo definió en verso Antonio Machado es consciente de que «sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe», de ahí que propugnase una nueva Ilustración que fomentase los valores de la igualdad, la libertad y la fraternidad en contra de una España intolerante y refractaria a «la aristocracia del talento» que desplazó al que probablemente fue el hombre más culto y formado de la nación: «¡Me duele tanto España! y cuanto más me duele, más la quiero» manifiesta con profunda congoja el autor de obras como Niebla, La agonía del cristianismo o Del sentimiento trágico de la vida. En palabras del matrimonio de hispanistas Colette y Jean Claude Rabaté, Unamuno «dio una lección de civismo y valentía» y se convirtió en un lúcido «representante de la oposición a la tiranía» al mismo tiempo que en «víctima de esta represión», reconociendo en la Lengua el único instrumento libre y gratuito que se nos da al nacer, la más incisiva y punzante arma de creación, de crítica y de subversión.

Estamos por consiguiente ante un duro y exacerbado antagonismo entre dos fuerzas o instintos contradictorios: por un lado, el instinto tanático de disolución, que encarnaría la figura del déspota; por otro. el instinto erótico o pasional de la creatividad presente en el alma del poeta: «la pasión es la fuente de la acción, constituye un gran honor ser un apasionado de la verdad» le espeta al dictador gaditano que severamente denostaba su arrolladora y enardecida personalidad. Ambos impulsos se contraponen el uno con el otro y dan lugar a la terrible tragedia, a la ruptura que supuso para el ilustre intelectual bilbaíno el abandono forzado del Rectorado y de su actividad docente como catedrático de griego en la Universidad de Salamanca para emprender a finales de febrero de 1924, junto al diputado y periodista Rodrigo Soriano, un insólito e inesperado viaje a las Afortunadas que, en opinión del Marcial Morera (ULL), «constituye un antes y un después en su trayectoria vital y literaria».

Lo que en principio pudo parecer un cruel e injusto castigo se convirtió en una fascinante «aventura quijotesca». «Unamuno redimió a Fuerteventura y al mismo tiempo fue redimido por ella» nos advierte Domingo Fuentes. Náufrago de tantas cosas, allí le esperaban los suaves vientos alisios, los cálidos baños de sol en la azotea de su pensión en Puerto Cabras (desde 1956, Puerto del Rosario), las infinitas playas de arena dorada o negra, las chispeantes tertulias en casa de su amigo Ramón Castañeyra o las inolvidables excursiones a Pájara, Betancuria y Montaña Quemada. En definitiva, una isla llena de enigmas que describe como «lo más íntimo, lo más entrañado de España», a la que se siente enviado para «remover las conciencias» y en la que logra conectar con su yo más verdadero a través de una plena comunión mística con «la mar», en femenino como en Rafael Alberti: «Ya como a propia esposa al fin te abrazo,/ ¡oh mar desnuda, corazón del mundo!». Ninguna metáfora es tan significativa y recurrente en su celebrado libro De Fuerteventura a París como ese «mar de mares» o «mar de olvido» imbuido de claras connotaciones metafísicas ante cuya visión Unamuno experimenta un sentimiento de absoluto éxtasis o anodadamiento que contrasta claramente con la hybris o arrogancia característica del tirano y su insaciable anhelo de afirmación personal: «mar que sana/ con su grave sonrisa más que humana/ y cambia en suave gracia el atropello/ con que un déspota vil ha puesto el sello/ de la loca barbarie en que se ufana».

«¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!» exclama «el grotesco y loco histrión» Millán-Astray durante la inauguración del curso académico 1936-1937 tras haber escuchado el incendiario discurso pronunciado en el paraninfo por nuestro brillante e inconformista filósofo, pocos meses después de haberse iniciado «la salvaje guerra incivil». «Venceréis pero no convenceréis» le grita enconadamente Unamuno en respuesta al incisivo ataque del general del bando sublevado. Muy bien sabía él que la verdad no necesita defensa y que no puede realmente llamarse «victoria» a aquella que se alza sobre los cadáveres de miles de seres inocentes en violentas batallas fratricidas. Porque «la Victoria – escribe María Zambrano, gran admiradora y lectora de Unamuno -- tiene alas (…) no han de ser hijos suyos quienes se las quitan, y la asientan sobre los cráneos de los muertos y sobre las cabezas de los vivos, y le ofrecen como exvoto un corazón de piedra, mientras el corazón de carne, ése que palpita como una mariposa, pierde sus alas y su voz y su palabra».

Afortunadamente no sucedió así en el caso de don Miguel, el hombre más honesto y libre que ha dado nuestra tierra. Sus maravillosos y alados versos siguen resonando una y otra vez en lo más hondo de nuestras almas exhortándonos a perseverar con la misma dedicación, entusiasmo y entrega en su audaz e infatigable labor política. Una «política del pueblo» que sólo sabe decir «No» a las falsedades y engaños que se nos imponen desde lo Alto y que, por ende, aparece íntimamente ligada al compromiso ético: «¡España! ¿A alzar su voz nadie se atreve?/ Va a arrastrarte el alud de la mentira;/ tu amor presta a mi voz ardores de ira...».